En Logroño septiembre siempre ha tenido un aire benigno y no tan traumático como en otras latitudes, donde tras los agostos y las vacaciones se inicia el tiempo en el que la oscuridad del invierno nos va engullendo. Para los más pequeños, son días de ... nervios y promesas de reencuentros entre amigos en el patio y en las aulas con olor a goma de borrar Milán; un tiempo que me recuerda a mi padre forrando primorosamente mis libros nuevos del curso en una liturgia anual, con su Dimo para el nombre y dos apellidos y su celo adhesivo. Los septiembres son épocas de colecciones imposibles de coches en miniatura, de libros, recetas de cocina y de mecanos infinitos; en nuestra tierra es tiempo de ensartar pimientos en largas guedejas, que lucirán como lágrimas escarlata en las solanas de las casas de los pueblos durante los atardeceres de otoño; los septiembres son tiempo de vuelta al cole, al trabajo, a la disciplina de los estudios en la uni, pero en Logroño viene acompañado del consuelo de esas fiestas mateas que casi se tocan con la punta de los dedos de la ilusión. Pasa también en Oviedo, me consta, y en Valladolid, me han contado, y en Pamplona, que no es san Mateo, sino san Fermín txikito, porque ellos son así. En septiembre la ciudad se hace fiesta, con pañuelos azules o rojos y globos inmensos en cada esquina, y entre el barullo y la multitud, muchos aprovechan para esa última escapada a la playa o a conocer Praga.

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Aquí el aire comienza a enfriarse, pero el sol brilla sobre las hojas de los árboles en el Espolón, donde en pocos días se pisará la uva ofrendada a la virgen de Valvanera entre gritos y alegrías. Como mis padres eran mayores que yo, a mí y a mi hermano, de pequeños, en esta época nos mandaban a Tricio con mi tía, hasta que llegó el tiempo en que me escapaba con los amigos del pueblo y bajábamos en autobús a la capital, a las verbenas, a los jipis, a las barracas de autos de choque, gusano loco y salchichas de los hermanos Pinillos. Septiembre es el momento de las segundas oportunidades, de aprobar aquella asignatura de Derecho Administrativo que se nos atragantó, de hacer el camino de Santiago que pasa entre nosotros, de volver a los propósitos sanos, madrugar para aprovechar más el día; es el aliciente para inscribirnos, por enésima vez, en el gimnasio, o a ese curso de inglés, francés o chino, ahora que se lleva; retomar los libros de cierta enjundia que en verano dejamos olvidados y que con las tardes más cortas apetece empezar a leer. Septiembre nos trae el olor de las bodegas y el trajín de los tractores por las carreteras, que dejan el asfalto pringoso de racimos y mostos. Septiembre es para mí el mes perfecto, de luz y temperatura, pero a veces me trae una invisible pero pesada melancolía, una apatía incómoda que me deja pensativo y ensimismado. En septiembre me acuerdo de mi padre, que se iba de viaje con mi madre a países lejanos aprovechando las fiestas de San Mateo, lugares fascinantes que yo buscaba en la enciclopedia Salvat que teníamos en el salón. Pero con nuestros libros del curso perfectamente forrados, con nombre y apellidos.

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