Mi abuela Edelmira, que nació al comienzo del siglo XX y lucía una educación casi británica que le impedía decir palabrotas, un día oyendo a Julio Iglesias nos dijo risueña: «Este chico canta de puta eme» en vez de «de pe madre» como le habían ... indicado las monjas en el colegio que había que hacer cuando la emoción le desbordara las costuras de las buenas maneras.

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Una expresión parecida me brotó el otro día cuando vi en un suplemento del periódico el anuncio de un reloj que me pareció bonito y, por curiosidad, miré en la página web el precio del artefacto: unos quince mil euros y no era, ni de lejos, el más caro de la colección de la marca. Un reloj que curiosamente marca las mismas horas para todos.

Eso me recordó también una tienda que hay en Donosti donde ponen el precio de las prendas del escaparate en una cartulina con una letra de tamaño milimétrico lo que dificulta saber que unas zapatillas cuestan quinientos euros, una chaqueta cerca de setecientos, la gorra de moda trescientos y si se te antoja un mullido abrigo de plumas ponen un discreto c.p.v, esto es, «consultar punto de venta», donde es probable que tengan un desfibrilador si alguien como yo se le ocurriera preguntar el precio. Es ese tipo de ropa que, importe aparte, solo pueden llevar los futbolistas excéntricos como era Dani Alves antes de llevar el chándal que le dieron en la prisión donde espera juicio, o los nuevos reyes del reguetón.

Relojes de lujo, ropas carísimas que también pude ver en el documental sobre la mujer de Cristiano Ronaldo, cuando acudió a una tienda de lujo en Cerdeña y la caterva de acompañantes que ella llama amigos organizó una porra para ver quién acertaba el importe total que se iba a gastar la Georgina: el que más acercó se quedó a unos mil euros de distancia, porque la diva se había fundido en un rato unos veintisiete mil euros largos, lo que sobrepasa en tres mil el salario medio nacional este año.

Sé que habrá quien defienda la libertad individual, (es el Mercado, amigo) las circunstancias personales, los gustos y los caprichos. Todos podemos encontrar una justificación para que este mercado del lujo tenga su espacio en la sociedad actual. Pero es justamente eso lo que me subleva, que hemos perdido la perspectiva y probablemente un rango de valores éticos (empatía, responsabilidad, respeto, mesura) que nos haga ver esa desvergüenza como algo envidiable en vez de reprobable. Como sociedad y como individuos nos debería producir un profundo rechazo el que alguien pueda llevar en la muñeca un objeto que equivale el salario de un trabajador o trabajadora un año y algo nos llevara a reflexionar sobre las horas que empleamos todos (o casi todos) en llevar a casa una nómina digna.

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Como diría mi abuela es una «pe..» vergüenza. Solo que ella era de hablar con mucha educación, salvo cuando escuchaba a Julio Iglesias cantar Gwendolyne.

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