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A veces hay que parar para reparar. Detener la vorágine cruel de cada día y buscar un tempo más nuestro. Se hace necesario emplear espacios ... de tiempo para que nuestra alma se acompase con el ritmo de nuestra vida, o al revés, y que volvamos a ser dueños de cada minuto. Me he conjurado para que sea así, y he ido pergeñando aficiones y quehaceres para conseguir esa calma que tanto ansío entre el alboroto y las prisas. Por ejemplo, cocinar. Lo de la cocina me viene de mi madre, que tenía un archivador de recetas de Telva junto a la mesa donde cenábamos mi hermano y yo y, como no nos dejaban leer tebeos mientras comíamos, me dedicaba a repasar las fichas que contenía: guisos de carnes magras, pescados al horno, aperitivos suculentos y guarniciones de vivos colores. Aprendí más tarde los secretos de la olla a presión, pero ahora, en esta nueva época, me inclino por la cazuela y su borboteo de caldos pacientes. Me siento en la cocina entre aromas de cocinas de otros tiempos y me pongo a oír arias de ópera con una copita de vino. De mi padre heredé el gusto por la historiay una caligrafía indescifrable para casi todo el mundo. Sin embargo, he comprado un cuaderno con un color verde esperanza y he desempolvado una pluma estilográfica que me regaló mi hija hace años. Y cada día escribo unas líneas con una letra ligeramente inclinada a la derecha que es un poco más entendible, en un ejercicio lento y minucioso que me relaja el alma y me hace pensar en otras infancias olvidadas.

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