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A veces hay que parar para reparar. Detener la vorágine cruel de cada día y buscar un tempo más nuestro. Se hace necesario emplear espacios ... de tiempo para que nuestra alma se acompase con el ritmo de nuestra vida, o al revés, y que volvamos a ser dueños de cada minuto. Me he conjurado para que sea así, y he ido pergeñando aficiones y quehaceres para conseguir esa calma que tanto ansío entre el alboroto y las prisas. Por ejemplo, cocinar. Lo de la cocina me viene de mi madre, que tenía un archivador de recetas de Telva junto a la mesa donde cenábamos mi hermano y yo y, como no nos dejaban leer tebeos mientras comíamos, me dedicaba a repasar las fichas que contenía: guisos de carnes magras, pescados al horno, aperitivos suculentos y guarniciones de vivos colores. Aprendí más tarde los secretos de la olla a presión, pero ahora, en esta nueva época, me inclino por la cazuela y su borboteo de caldos pacientes. Me siento en la cocina entre aromas de cocinas de otros tiempos y me pongo a oír arias de ópera con una copita de vino. De mi padre heredé el gusto por la historiay una caligrafía indescifrable para casi todo el mundo. Sin embargo, he comprado un cuaderno con un color verde esperanza y he desempolvado una pluma estilográfica que me regaló mi hija hace años. Y cada día escribo unas líneas con una letra ligeramente inclinada a la derecha que es un poco más entendible, en un ejercicio lento y minucioso que me relaja el alma y me hace pensar en otras infancias olvidadas.
Y así con muchas otras nuevas o recuperadas aficiones. Como hacer fotos con una polaroid, lo que me obliga a tomarme con calma los planos y que en un ejercicio casi filosófico, hace que tenga que esperar minutos sin historia a que el negativo se positivice, como pasa en tantos órdenes de la vida en los que lo malo se transforma en bueno. O esos paseos que recomienda mi compañero de columnas sabatinas, el Maestro Iglesias, en los que dejo que mi cuerpo deambule por calles y veredas sin rumbo fijo, sin más expectativa que sentir el tiempo lento bajo mis pies. Por qué no emplear el tiempo precioso en una conversación pausada con una amiga, sin motivo ni conclusiones; o en tomar un vermú con mi mujer sentados en nuestro prado, con el sol templando los hielos mientras pasan las nubes perezosas. Ver el mar infinito en Donosti o el transcurrir de un río que pasa como pasa la vida. Leer poemas en libros viejos para que el ritmo de los versos, lento, me apacigüe las prisas. Tomarme un Almax un minuto antes de dar debida cuenta de un chocolate con sus churros grasientos, para recordarme una infancia que se desvanece. O repasar con un dedo curioso el atlas desfasado con el que mi madre estudió geografía, entre colores apagados de selvas, continentes y golfos que ahora no son. Quitarme, en fin, el reloj de mi muñeca y ver la piel más blanca, alejada de las ansiedades, mientras veo el de arena que me compré y que deja pasar los minutos a ritmo de silencio. Para que el tiempo me dure un poco más en mi corazón. Para que se alargue con la parsimonia con la que acariciamos la arena tibia en una playa de agostos, bostezos y hastíos con olor a aftersún. Tiempo valioso para parar y reparar. Tiempo detenido. Tiempo nuestro.
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