Y es que últimamente se me abarrota a diario el corazón y las lágrimas entre tanto ruido y tanta furia, frente a la mirada estupefacta de un niño ensangrentado, y para poder apaciguar mi mente entre la verdad artificial y el futuro incierto, a veces ... subo a la patria de mi infancia que fue y sigue siendo Tricio.

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Abro las ventanas de la casa que fue de mis ancestros para que entre un poco de aire y luz, reviso que no haya goteras en el tejado y paso un rato en el desván que siempre llamamos alto. He estado en ese rincón de la memoria de mi familia cientos de veces y sigo fascinándome cuando enredo entre los vestigios de otras vidas y los recuerdos con olor a naftalina de otras épocas. Los uniformes de mi padre cuando hizo la milicia universitaria como alférez, los vestidos de fiesta de mi abuela, los bolos de madera pintada con los que jugaban en una pérgola cubierta de parras en la huerta del tío Pepe, al lado de un estanque de carpas naranjas donde mi prima Mamen salvó a mi hermano de morir ahogado. Toco las telas rancias y acaricio las fotos ajadas donde veo las caras sonrientes de todos los que fueron y trato de evocar sus historias, las vidas pasadas que me contó la tía Milagros cuando era pequeño y pasaba los veranos en la casa, desayunando leche con una pizca de cacao en tazones de loza antigua. Miro los rostros sonrientes de mis antepasados, personas que fueron y que ahora son olvido, junto al coche del tío Óscar, con los sombreros y los bigotes. Acaricio el estetoscopio de mi abuelo con el que escuchó otros corazones bajo pieles desconocidas y descifro su caligrafía de médico en los cuadernos de viaje de cuando se marchaba a hospitales en Alemania a aprender técnicas novedosas para curar enfermedades que ahora están superadas.

Y en las tardes del estío me acerco al cementerio junto a la ermita donde descansa mi padre para traerlo del olvido, y paseo entre las tumbas, los nombre y las fechas, y algunas fotografías de niños arrancados de la vida demasiado pronto que se fueron y ahora están ahí, sin más historia que el dolor de sus padres que, años más tarde, se reunieron en el mismo lugar después de toda una vida sin su hijo. Si no puedo ir a Tricio me da por visitar páginas web de edificios abandonados, donde puedo recorrer las estancias inquietantes de colegios de largos pasillos invadidos por la maleza y el olvido o salas de sanatorios psiquiátricos donde aún se pueden oír los gritos desquiciados de los antiguos enfermos. En el suelo cuartillas y un triciclo oxidado, en el patio una piscina inundada de hojas y abandono, en las paredes baldosas blancas con pintadas extravagantes.

Somos ya el olvido que seremos y cuando me canso de tanto trajín, de la vorágine indómita de cada día, me acerco a la patria de mi infancia y acaricio fotos antiguas e imagino las voces, los gritos, las alegrías y todas las historias que me quedan en la memoria. Y creo que así los rescato de esa desmemoria insondable y me reconcilio un poco con la vida.

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