Mis amigos dicen a veces, cuando leen mis columnas de los sábados, que los escritos tienen un aire de cierta nostalgia. Me llama la atención la palabra porque para mí ese vocablo tiene una connotación triste, como se deduce de la definición de la RAE: « ... Pena de verse ausente de la patria, deudos y amigos», lo que me extraña porque mi patria es mi infancia en Tricio (y aquí la tengo, digo señalando mi corazón); mi familia me acompaña y por supuesto mis amigos, con quienes no cabe la pena sino la alegría.
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Cuando evoco otras épocas no es por nostalgia o por pensar eso de que otros tiempos (pasados) fueron mejores. Pero tengo claro que es preciso perpetuar la memoria, la individual y la colectiva, para poder reconocernos. Somos lo que fuimos como personas como ciudadanos y como sociedad.
Como individuos, esa realidad que es nuestro pasado no debemos, ni podemos, obviarla. Porque con la memoria nos mejoramos y nos completamos, y será con los años compañía necesaria y amable, si sabemos manejarla desde la felicidad de la vida vivida. Porque lo contrario es la desmemoria y el vacío, y nada más triste, esto sí, que una vida hueca. En unos casos esa desmemoria es culpa de una enfermedad cruel que nos puede dejar como recipientes vacíos. En otros, esa indiferencia por el pasado, por nuestro pasado, es una mera frivolidad.
Y en lo colectivo, en la memoria como sociedad (local, nacional, internacional) la conciencia de nuestra evolución es trascendente porque, si como personas evitar errores del pasado o congratularnos por los aciertos de otras épocas es importante, como sociedad es un ejercicio de responsabilidad. Un deber moral para que todo aquello que pasó pueda ser evitado. Porque la historia se repite, y no lo digo yo, que lo dijo Marcelino Menéndez Pelayo cuando dijo que un pueblo que no sabe su historia es pueblo condenado a irrevocable muerte. Y por acudir a los que saben, Tuñón de Lara escribía que la Verdad Histórica (las mayúsculas son mías) es adaptar los pensamientos a los hechos, y no al revés. Reflexionar sobre nuestra historia se convierte por tanto en una obligación colectiva y un homenaje a los que fueron, vivieron y murieron. No basta con tener una vaga conciencia de que vivimos en un entorno democrático, con un Estado de derecho que nos deja vivir día a día en la comodidad de una sociedad instalada en el bienestar social. Es necesario ser conscientes de que perpetuar esa democracia, los valores, principios y libertades que nos hemos dado, es un trabajo colectivo que, entre otros cometidos, tiene el de ser conscientes de dónde venimos, reconocer los signos que en otros tiempos nos llevaron a épocas amargas y actuar en consecuencia. Por dignidad y con la participación de todos.
Y mientras sigo recuperando la memoria de mi historia y leo, como quería mi padre, libros de historia para conocer de forma fidedigna lo que pasó y entender lo que no debería seguir pasando, siguen cayendo las bombas en Gaza, en Israel, en Sloviansk y en tantos otros lugares que, si no lo solucionamos, se irán de nuestra memoria. Y de nuestros corazones.
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