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En realidad, yo no me paso el día leyendo a los clásicos, apenas husmeo Kierkegaard y picoteo de aquí y de allá las novedades de la narrativa actual. Porque entre Tolstoi y la última de Pierre Lamaitre, cada semana, lo confieso, leo el ¡Hola!
Me ... lo pasa mi madre después de que ella le dé buena cuenta y me lo deja en la silla de la entrada para que no se me olvide. Me pirro por ver las mansiones de los millonarios en Roma, en Turín, en un recóndito paraje en Aspen o junto al lago Como; espacios infinitos y a veces un poco horteras de salones y cocina impolutas que parecen no haber visto nunca una fritanga. Dormitorios con camas con dosel y comedores impecables con la vajilla de la tatarabuela Margeritta, que fue amante del Kaiser Guillermo. En las fotos, sin excepción, siempre aparecen familias sonrientes con niños que parecen engendrados por la IA, de lo perfecto de sus facciones y lo reluciente de sus dientes. Y todos, sin excepción, declaran lo duro que trabajan día a día para poder sacar adelante su pequeña ilusión convertida en palacio veneciano.
Las secciones casi son una regla no escrita del periodismo patrio. La de las familias reales: los noruegos, los de España, los que por fin reinan, como ese Carlos III de cara triste, y los que se han ido. Todos con trajes militares con fajines rojos, escarapelas y entorchados, y esposas con tiaras brillantes de otros tiempos. Y luego un batiburrillo de personajes capitaneados por el incombustible Julio Iglesias y sus rubísimos hijos y la Obregón con sus posados. Una grey de seres que se unen entre ellos y se separan, y esperan un hijo, muy querido por supuesto, y luego a los meses los vemos cada uno por su lado rehaciendo una vida que se rompió al poco, porque claro, nuestras maneras de ser son irreconciliables y además los trabajos que tenemos, y los horarios, y la distancia, y ahora voy a tomarme un tiempo para ser yo misma, mientras le cazan en una terraza de un barrio de Londres besando al mejor amigo de su ex. Otra que está con un piloto de F1, que antes salía con una modelo que dejó al tenista de segunda fila, pero de buen ver con el que había tenido una relación breve pero intensa de unos meses en Nueva York, mientras él esperaba, con otra influencer a la que había engatusado, un bebé que conocerá, sin duda, muchas ciudades y no pocas institutrices.
Y al llegar a este punto, cada vez me cuesta más seguir adelante porque pienso, al ver a tanto desquehacerado miembro de esa otra sociedad que no nos ha tocado vivir, en los miles de personas que se levantan (levantamos) cada día para llevar a casa un sueldo digno o no tanto. Y que paradójicamente asisten (asistimos) a ese espectáculo de papel couché con admiración y un punto de envidia.
Luego vienen la sección de crucigramas que ya ha completado mi madre, lo que demuestra que aún le quedan miles de palabras en el interior de sus noventa y tres años. Y cierro la revista para volver a mis libros. Al último de Sergio Ramírez, El caballo dorado, por ejemplo, que es una delicia.
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