A mi cuadrilla y a mí no nos pilló el botellón indómito que vemos ahora en plazas, calles y sotos inundables, sino que los tragos nos los echábamos en los bares, y por ahí andábamos entre el tumulto de los San Mateos o las tardes ... tristes de enero. Porque ahora empieza el jolgorio de las fiestas y, como uno peina canas y algo de envidia por esa juventud que casi tiene que pedir bula pontificia para acudir al muy pulcro chupinazo, me acuerdo de los nuestros que olían a mostaza y calimocho, a camisetas empapadas de vino don Simón y alegría desbordada. Íbamos a la Mayor, donde entonces nuestra sede social era el Parador porque algunos de nosotros trabajaban allí y nos hacían sentir casi como en casa. Fuimos pasando por los bares y los años, con la mente entonces libre de los nubarrones del futuro. En los felices noventa, cuando pensábamos que todo era posible, yo vi a Fermín Cacho ganar la medalla de oro en las olimpiadas de Barcelona en el Cuatro Cantones, que era otra de nuestras zonas de acampada en aquellas noches infinitas, cuando después de pasar por El Cine, La Costanilla, el Submarino y La Negrita, nos íbamos con parsimonia melancólica y algo achispada hacia la disco de la época, Aural, en la que a algunos nos conocían los puertas y nos franqueaban el paso con un gesto amistoso que los que esperaban en la fila envidiaban.
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Fueron pasando los años y como golondrinas de culo inquieto, arribamos hacia otras latitudes más hacia el sur de la ciudad. A La luna, donde había dos Sergios atendiendo la barra y uno, entonces no lo sabía, es ahora mi hermano, y donde dejamos horas sin tiempo en aquel subterráneo amable de futbolines y cervezas. Y más tarde y más al Sur, en el acogedor Morry, donde la esquina entrando a la derecha era casi nuestro bastión. En esa zona me hice del barrio que nunca tuve y ahora vivo, y disfruto. Luego nos instalamos en ese Asterisco que inventó un visionario de la noche que un sábado nos dejó la llave para que cerrásemos a la hora del vermú porque se tenía que ir a echar la siesta, y ahí nos quedamos con los Izaguirre y las Voll-Damm y los últimos clientes, a los que no cobramos las consumiciones porque ni sabíamos cuánto costaban. El Asterisco se convirtió más tarde en el Class y como somos gente sociable, alternábamos las dos aceras de la avenida de Portugal antes y después del carril bici para llegar al Dominó, que cambió de dueños, pero no de nombre. Con los años y los fríos en los huesos, también nos acercamos a un bar que de cuyo nombre no puedo acordarme pero que para todos era conocido como La Niñas, y que como El Asterisco se ha transformado en el Gorka´S aunque el dueño no lo llame así. Y así han ido pasando los años y ya décadas. Todos sabemos que los bares son los establecimientos donde se venden bebidas y comidas, pero para nosotros y para tantos otros son mucho más. Son parte de nuestra historia, fueron y son la geografía de nuestras vidas, nuestros ocios y nuestras alegrías, el recóndito escenario de las horas felices y de los otros tiempos de angustias y silencios. El lugar donde voy con mis amigos a hablar. Y a echar un par de cervezas. O tres.
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