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A mi cuadrilla y a mí no nos pilló el botellón indómito que vemos ahora en plazas, calles y sotos inundables, sino que los tragos nos los echábamos en los bares, y por ahí andábamos entre el tumulto de los San Mateos o las tardes ... tristes de enero. Porque ahora empieza el jolgorio de las fiestas y, como uno peina canas y algo de envidia por esa juventud que casi tiene que pedir bula pontificia para acudir al muy pulcro chupinazo, me acuerdo de los nuestros que olían a mostaza y calimocho, a camisetas empapadas de vino don Simón y alegría desbordada. Íbamos a la Mayor, donde entonces nuestra sede social era el Parador porque algunos de nosotros trabajaban allí y nos hacían sentir casi como en casa. Fuimos pasando por los bares y los años, con la mente entonces libre de los nubarrones del futuro. En los felices noventa, cuando pensábamos que todo era posible, yo vi a Fermín Cacho ganar la medalla de oro en las olimpiadas de Barcelona en el Cuatro Cantones, que era otra de nuestras zonas de acampada en aquellas noches infinitas, cuando después de pasar por El Cine, La Costanilla, el Submarino y La Negrita, nos íbamos con parsimonia melancólica y algo achispada hacia la disco de la época, Aural, en la que a algunos nos conocían los puertas y nos franqueaban el paso con un gesto amistoso que los que esperaban en la fila envidiaban.

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larioja La geografía de nuestros bares