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Cuando yo estudiaba EGB en Jesuitas, teníamos un profesor que nos enseñaba geografía. Con aquel hombre (¿Gamboa?) aprendimos como se estilaba entonces nombres de ríos y cordilleras en Asia: Yangsé, Brahmaputra, Himalaya, el Ganjes, Karakorum; denominaciones de accidentes geográficos de África que recitábamos a duras ... penas para olvidarlos en un par de semanas: Kenia, cordillera del Atlas, el Nilo, el río Kongo, el Zambeze. A su lado los nombres de América nos parecían fáciles: los Andes, el Amazonas, las Rocosas, el Golfo de México, el río Misisipi, el cañón del Colorado. Ahora, con las herramientas digitales a mano en un móvil, puede parecer un esfuerzo un poco inútil saber todo aquello, más allá de lo que viene conociéndose por cultura general.
Lustros más tarde, nos aparece el señor Donald Trump con ganas de cambiar algunas cosas en su país (el posesivo en este caso es muy determinante), en el ancho mundo y en esa memoria colectiva que es la geografía. Mucho se ha escrito de sus medidas radicales rubricadas en un polideportivo entre un público enfervorecido y absolutamente entregado. Decretos contra los inmigrantes, las políticas de integración y diversidad, la decisión intempestiva de su abandono de consensos mundiales sobre el cambio climático y la pertenencia a organizaciones tan relevantes para todos como la OMS. Pero a mí (y a Hilary Clinton, que no pudo evitar partirse de risa en pleno acto de investidura en el Capitolio) lo que me ha sorprendido del señor Trump es ese renacido afán por cambiar los términos geográficos: que si anexiono Groenlandia, según él un territorio absolutamente necesario para la seguridad de los Estados Unidos (y sus riquezas naturales blindadas bajo un hielo que se va derritiendo); que al final Canadá no es (o podría ser) sino un mero estado dentro de EE UU; que el canal de Panamá en realidad debería ser de titularidad norteamericana; y como guinda de esta lista de dislates no se le ocurre otra cosa que sugerir que el golfo de México se llame, a partir de su entrada en la presidencia, golfo de América. Ahora podría hacer un chiste sobre él y los golfos, pero para qué. No obstante, cuidado, porque como el presidente ve que todo lo que dice y hace es jaleado por propios y todos los ajenos que se le van acercando entre aplausos cínicos, lo mismo llega su afán de renombrar la geografía y le toca el turno al Océano Atlántico, y lo llama Mar de Tesla; o el Pacífico lo llama Laguna de X. No tengo claro que el Lago Michigan se vaya a llamar el Mar de Melania, pero vete tú a saber, que el amor es ciego. Y entre tanto, lo mismo le da por anexionar Andalucía, y haga de Soto Grande su Mar-a-Lago para cuando venga a pasar unos días a Europa; y mande las tropas a tomar la Rioja Alta hasta Torremontalbo y poder proveerse de buenos vinos, no esos caldos de California que no pasa de ser, para él, un nido de progres woke que se dejan quemar el patio.
Puede que sean las nuevas tendencias de la geopolítica del siglo XXI, donde parece que se trata de una vuelta de tuerca a los años imperialistas del XIX, pero sin don Jesús levantara la cabeza, no daría crédito a tanta estulticia. O tanta soberbia. Y sacaría la lista para preguntar la lección, con el borrador a mano y no precisamente para borrar la pizarra.
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