Y es que como estamos sumergidos en la corriente imparable de los WhatsApp, los correos electrónicos y los limitadísimos mensajes en X, ya no escribimos cartas a mano, ni las enviamos, ni las recibimos. Cuando abrimos el buzón de casa solo encontramos cartas del banco, ... de la cadena de supermercados con sus ofertas y la de un chamán que lee la mano, hace sortilegios y te busca la buena suerte entre huesos de ñu. Entre las prisas y la inmediatez hemos ido perdiendo esa manera de comunicarnos y la carta escrita ya casi no se estila y se va cristalizando como un vestigio de otros tiempos más apacibles. Mi abuela escribía cartas a sus primas en el Perú, las enviaba a Motupe y a Lima, y lo hacía usando unos sobres ligerísimos adornados de una orla de colores rojo y azul y un membrete 'by air mail'. Dentro ponía sus misivas escritas en papel de seda con una caligrafía finísima e inclinada hacia la derecha que mantuvo casi hasta el final. Yo imaginaba la carta a bordo de un avión de Iberia cruzando el Atlántico y volvía de meterla en el buzón de correos que había (¿lo sigue habiendo?) en la esquina del Espolón frente al Gran Hotel. Hace tiempo que no escribo ninguna y la última que recibí fue una postal de Marina que me mandó cuando fue con su familia al Fin del Mundo.

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Lo de escribir cartas, de amor, de amistad, interesándose por la familia o contando un dolor, una alegría o los días lisos, se pierde irremisiblemente. Casi les tengo que explicar a mis hijos, nativos digitales, en qué consistía eso de las cartas, y hacerles ver que los sellos que antes pegábamos después de darles un lametón en el reverso (lo que nos dejaba un regusto amargo en la boca) ahora son autoadhesivos, como el cierre de los sobres. Contarles la calma y la reflexión que acompañaban a quienes escribíamos, esa conexión entre ausentes cuando no podíamos soñar una instantánea videoconferencia con los primos que viven en Los Ángeles o esa amiga que se ha ido a un pueblo sin internet a buscarse a sí misma.

Perderemos también, al abandonar las liturgias de las misivas, el acervo que nos legaban los libros de correspondencia que se han escrito en la historia de la literatura en las que dos personas compartían experiencias, dolores y anhelos, tragedias o amores: 'Cartas a Theo', la correspondencia entre Hermann Hesse y Thomas Mann, la correspondencia entre Kerouac y Ginsberg; las cartas de Mark Twaiin, Jane Austen o las Madame de Sévignè a su hija.

No es melancolía, es porque no quiero ser esclavo de Outlook ni siervo de WhatsApp, y aspiro a entretener mi tiempo en el apacible bálsamo de las horas sin medida. Es la reflexión por la pérdida de un arte, de una costumbre, de unas maneras que probablemente no recuperemos. O sí. Creo que volveré a escribir alguna carta con mi caligrafía imposible, con mi tiempo sereno. Con la paciencia intacta y la ilusión olvidada cada vez que abra el casillero esperando una carta de otros tiempos.

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