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Porque las calles no son de los alcaldes, ni de los concejales, si me apuran ni de los vecinos que las habitan, ni de los dueños de los locales de las tiendas que lucen sus neones o de los bares de moda. Las calles son ... nuestras y de nuestra memoria, y las vivimos a diario todos los que transitamos por ellas, tanto los de la ciudad (cómo nos gusta decir «los de casa») como los foráneos que llegan y visitan y disfrutan de la segunda mejor ciudad de España en calidad de vida, tras Pamplona y antes que Oviedo, según se ha publicado en uno de esos rankings que miden estas cosas.
O sea, que tenemos motivos para estar orgullosos de este Logroño donde todos tenemos calles favoritas, como la Avenida de la paz que, en su tumulto y su vida de tiendas, alamedas y sombras nos acoge con idéntico trajín de mercado mediterráneo que Gonzalo de Berceo, que se extiende desde una Gran Vía en curva y azacanada hasta una vía del tren que serpentea entre las huertas y chalets antiguos, y una construcción que fue fábrica y ahora es un reducto envidiable que vemos desde la pasarela oxidada. Cerca de una recuperada calle Manzanera, que ahora puede ser una de las calles más neoyorkina de Logroño, como lo es la calle Pilar Salarrullana, antes García Morato, donde cuando yo era niño e iba al colegio andando era una calle triste y gris donde había una tienda de animales de un señor que aseguraba tener en una pecera un pez invisible. Por cierto, qué casualidad que fuera esa política riojana la responsable de la peatonalización, contra cacerolas, gritos y pitidos ( buena era Doña Pilar) del Paseo de las Cien Tiendas, esa feliz zona que se desviven por resucitar unos y otros mientras se secan los cementos de una reforma fallida. Y ahora recuerdan a la de Tricio con esa calle calma y serena de árboles y mazapanes de Soto, de tiendas de ropa y juguetes para mayores, que se encuentra entre una República Argentina limpia y ordenada en la que se mira, con envidia mal disimulada, la calle San Antón. Zarandeada por los dimes y los diretes, pero aún caótica de coches y atascos, parece digna de mejor suerte, siendo como es la Milla de Oro de nuestra ciudad. Una calle Serrano de capital de provincias que recién estrena el eje norte – sur y este-oeste con el cruce de Vara de Rey, que nos deja un espacio nuevo y amplio que parece sacado de algún conjuro o de la chistera de un mago bueno.
Son las calles de la geografía de mi infancia, como María Teresa Gil de Gárate, antes Queipo de Llano, otra de las calles que atravesaba para ir al colegio (Jesuitas, que entonces era poco menos que el fin del mundo de un Logroño más estrecho) y que ahora se ha convertido en una zona de tapeo de lo más concurrida, que comenzó a llamarse Laurel Pobre pero que se ha consolidado como una zona popular y agradable de terrazas y cachopos.
Todas las calles que fueron ahora son otras, diferentes nombres, usos nuevos, nuevas maneras que no son de los alcaldes ni de los concejales. Son nuestras porque las vivimos y las hacemos parte de nuestra memoria con los andares y las prisas. O incluso en bici.
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