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Al principio empezamos mandando la basura que son los restos de nuestra civilización occidental a los confines del mundo, cuando éste tenía unas medidas inabarcables que adormecían nuestras conciencias. Dirigimos los buques derrengados por el tiempo y cargados de olvido, óxido y rumbos perdidos a ... embarrancar en playas remotas de Asia y África. Allí quedaban varados, contaminando el entorno con sus materiales tóxicos, mientras niños descalzos jugaban entre los hierros retorcidos (y a mí, al verlos, me vuelve el miedo atávico de la infancia por la antitetánica). Nos deshacemos de cantidades ingentes de ropa que tocaron otras pieles o puede que ni siquiera hayamos usado, y que se acumulan en el silencio abrasado del desierto de Atacama en Chile. Enviamos a otros lares los plásticos que no queremos y que vagan a la deriva por el Pacífico y se acumulan como una isla flotante y sin nombre. Mandamos a otras fronteras la basura en sentido estricto, los restos atómicos de las centrales que generan electricidad, y caemos en la paradoja de enviar allí nuestras empresas a fabricar dispositivos móviles con las bondades del trabajo mal remunerado para, una vez usados o finalizada la vida programada, devolver a aquellos países los restos inservibles en grandes contenedores.
Pero ahora hemos ido más allá en la sinrazón y también expedimos, como si de meros objetos se tratara, seres humanos, personas con su historia, su miedo, su sufrimiento y la desesperanza como todo equipaje. La inmigración, a la que muchos añaden gratuitamente y de forma generalizada el adjetivo ilegal y a veces hasta criminal, se ha convertido en un deshecho que también parece que nos incomoda en nuestras sociedades egoístas. Quien esté libre de pecado que tire la primera piedra: mandamos desde Italia a Albania, de EE UU a Colombia o El Salvador, desde España a Marruecos, de Inglaterra a Ruanda. Ahora parece que se pueden expulsar impunemente y con una arrogancia insultante a millones de personas a buscar un país donde vivir mientras en el suyo se planea construir un resort para millonarios desocupados y sin escrúpulos en un ejercicio de limpieza que es aplaudido por muchos. Nos acordamos de amar al prójimo en misa de doce el domingo, pero se nos olvida a la hora del vermú, entre las cañas de libertad y los calamares de la desfachatez. Son los inmigrantes, los deportados, los olvidados por la historia, una masa amorfa acuciada por la hostilidad, la soledad y la tristeza, que malviven junto a nosotros mientras la sociedad mira hacia otro lado o señala con el dedo acusador.
Y seguimos mandando barcos, ropa, utensilios inservibles y tóxicos y ahora personas. Todo de lo que nos desprendemos y que llega allí, sin saberlo, junto a nuestros pecados, nuestros errores, los malos sueños, la codicia y la miseria. La falta de humanidad y la indiferencia hacia tanto horror, el olvido a los derechos humanos y la solidaridad. Todo eso que es, en realidad, nuestra basura más inconfesable.
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