Si no me equivoco, estas líneas se publicarán el día de los Santos Inocentes, y pensaba hacerles una inocentada como se estilaba en los periódicos de otros tiempos, pero tal y como está el patio prefiero no hacer gracias ni chistes. Que ahora con eso ... de la IA y las fake news, parece que es veintiocho de diciembre en pleno julio. Así que voy a adelantarme unos días, hasta el 31, el último del año en que echamos la vista a la escombrera de jornadas que dejamos a la espalda del tiempo. El momento en que hacemos cuenta y balance de todos nuestros buenos propósitos y los proyectos escritos en un papel. Y cuando repasamos todo lo que no salió como queríamos. O sí. Esos amores silenciosos del estudiante por esa compañera de la facultad, que no llegaron a cuajar por cobardía, la distancia de dos mesas, que es el olvido o la vergüenza; los títulos de los libros que no llevamos a nuestro refugio en la biblioteca, o aquellos otros que sí llevamos pero aún esperan su turno de lectura, puede que pospuesto para siempre; acometer de una vez esa mano de pintura a la habitación de los niños, que la está pidiendo a gritos pero que, fin de semana tras fin de semana vamos retrasando (en vacaciones, en semana santa, en verano, que seca antes); la dieta rigurosa y el más que necesario ejercicio físico que nos prometimos a nosotros mismos hace doce meses para instalarnos en los saludables ochenta kilos, cuando ahora mismo nos acercamos inexorablemente a los noventa, y con una tormenta de mazapanes, champanes y turrones amenazando las próximas fechas; ese curso de alemán que quieres empezar, o chino, o el repaso más que necesario al inglés oxidado entre los olvidos, que tan difícil encuentras encajar en los rigores de las semanas. Todo ese tiempo finito y agotado que ese día de fin de año arrojamos sin pudores al aquelarre de los sueños incumplidos, donde quemamos las frustraciones y nos conjuramos, un año tras otro, en la ilusión de las buenas intenciones, los proyectos y las decisiones. La fiesta que nos redime entre cotillones, cenas de besugo y carpaccios de cigalas, fuegos de artificio y campanadas con sabor a uva (tin-ton, tin-ton, tin-ton, ojo, que son los cuartos).
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Así que alcemos esa copa de champán, para volver a mirarnos en el espejo del futuro y decirnos que sí, que este año sí vamos a aprender un nuevo idioma; que el tímido estudiante de derecho le mandará un whastapp a la chica de la facultad para tomar un café; que el carnet del gimnasio volverá a la cartera y las verduras retornarán al frigo. Nos prometeremos terminar por fin 2666 de Bolaño, y luego releer el Quijote; cantaremos cuadros de colores vivos y pintaremos versos a los amigos; abandonaremos poco a poco el ruido de las redes para centrarnos en la conversación con nuestra pareja y nuestros hijos; programaremos la reforma completa de la habitación de los niños, pintura y muebles, que va siendo hora, y nos convenceremos, al menos en ese momento que cada día será un nuevo día con sus ilusiones intactas. En un aquí y ahora intenso que nos devuelva el poder de nuestros sueños. Yo, por lo pronto, ya he decidido que como ya tengo dos hijos maravillosos, el año que viene plantaré un árbol y escribiré un libro... o no. ¡Feliz 2025!
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