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Hay palabras dotadas de belleza por sí mismas, por cómo suenan, sin que necesiten para conseguir ese atributo lo que significan. Me sucede con algunos nombres propios de lugares, aunque bien es cierto que su cualidad estética está unida para mí al exotismo y la ... evocación aventurera. Así, me encantan Samarcanda (que asocio con Marco Polo), Singapur, Sarawuak (por Salgari), la antigua Birmania (aún más en inglés, Burma), Bengala o Manaos. También hay eufonía en muchos sustantivos, que en estos casos sí suelen realzarse por su rico significado. La propia palabra eufonía es musical y armoniosa. El otro día me vino a la memoria tráfago, estupenda palabra para referirse a negocios y ocupaciones que resultan fatigosos o molestos. Lo usé en un mensaje para definir un complicado asunto como «tráfago infernal».
Dos amigos comparten conmigo la afición por las palabras hermosas desde la sencillez o la rareza, o que tienen gracia, o significados sorprendentes. Desde que el diccionario de la RAE abarca también el español de toda Hispanoamérica la mina es inagotable. Solemos comunicarnos los hallazgos y unas palabras llevan a otras. Incluso, estos intercambios ayudan a subsanar errores. Por ejemplo, uno de nosotros utilizaba cerúleo (el color azul del cielo) con el significado de céreo. Ese mismo día encontré en 'Duelo', de Eduardo Halfon, después de mucho tiempo sin leerlo, el bonito adjetivo zarco: «ojos zarcos», es decir, de color azul claro. Recientes y divertidas adquisiciones han sido patituerto y descalzaperros (barullo). Una que no es nada común pero me gusta es ergástulo: en la antigua Roma, dormitorio para los esclavos. Hoy en día no me habría permitido esa pretenciosidad, pero en una vieja novela escribí «el ergástulo de la mente». De chaval, me fascinó la novela 'El enano', de Pär Lagerkvist, que sucede en la Italia renacentista. En ella conocí el sustantivo condotiero, que me encandiló por su sonido y significado de comandante de mercenarios.
Frente a las palabras con eufonía están las disonantes o cacofónicas, cuya denominación ya suena mal. Verbigracia: qué feos me parecen casi siempre los adverbios terminados en mente y qué mal suelen encajar en las frases; son como coches demasiado grandes que hay que aparcar en huecos pequeños, y además generalmente sobran, se pueden extirpar sin malas consecuencias sintácticas. Durante los cursos que di clase en un taller (de chapa y motor) de escritura creativa, los alumnos se divertían con mi fobia por esa ralea de adverbios, cuyo uso en sus cuentos descalificaba con denuedo (bonita palabra) cuando rebasaba la escasez.
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