Me acuerdo de un chicle reseco pegado bajo la mesa de mi pupitre en la clase de 1º de EGB. He olvidado casi todo de aquel curso, pero ese trozo de goma de mascar caducado y amorfo sigue incrustado en mi memoria como lo estuvo ... en el envés del tablero de melanina que me tocó ocupar. Su anterior propietario lo había colocado estratégicamente bajo el ángulo izquierdo de la mesita verde. Topé con él con la mezcla de azar y sorpresa con que se descubren los tesoros improbables. Fue después de pintar un cielo azul. Era la hora de dibujo y la cera Manley con la que había manchado la mitad superior de un folio rodó por la mesa antes de que pudiera salvarla del precipicio. Me agaché a recogerla y desde esa perspectiva invertida, casi a ras del suelo, atisbé una protuberancia. Demasiado grande para ser un moco; excesivamente pequeña como nido de nada. Solo podía ser lo que parecía: un chicle con espíritu de estalactita que decreté que irradiaba desde allí poderes extraordinarios. Fue desde entonces mi amuleto y mi escudo. El botón del pánico que presionaba disimuladamente cuando el maestro oteaba el horizonte en busca de quién había olvidado la lección. No compartí mi secreto con nadie y cada mañana, a primera hora, palpaba a ciegas para saber que la señora de la limpieza había vuelto a indultar aquel chicle pegado. El mismo que al final de curso arranqué meticulosamente con las tijeritas de pretecnología aprovechando que el aula estaba vacía. Desde entonces me acompaña, y aplicando unas gotas de saliva lo coloco debajo de todas las mesas donde me siento inseguro.

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