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Se percibe desde hace meses: el despertar de la pandemia abre un panorama en el que el mundo del trabajo y de la energía ya no serán como antes debido a su disfunción durante aquella. Se vislumbra el espectro amenazador de la estanflación, mezcla de ... inflación, estancamiento económico con caída del poder adquisitivo y paro, ya vivida en los años 70, con evidente aumento del coste de la energía, productos alimentarios (como recogía este periódico el pasado domingo), transporte, etc.. Vuelve la inflación, estimada en un 4% en Alemania, 2% en Francia o cerca del 3% en España; aumenta la preocupación energética, de los costes, o el desabastecimiento de productos (especialmente de componentes electrónicos para fabricar objetos cotidianos: desde ordenadores, hasta coches o teléfonos). Según los expertos, es un shock transitorio que se desvanecerá pero con difícil respuesta a cuestiones esenciales como la de cuánto tiempo puede soportarse, si persiste, hacia dónde conduce, o qué manos sostienen las riendas de su devenir. Si persistiera, una consecuencia evidente sería el aumento de la desigualdad afectando negativamente a las rentas más bajas y a pensionistas, en un momento en el que las primeras ya están afectadas, y en el que la reforma de las pensiones para mantener uno de los bienes más preciados del estado de bienestar está inconclusa.
Todo ello junto con la alerta climática y el coste económico de las medidas para afrontarla que, aunque difíciles, es menor que el de sus consecuencias si no se frena. Además, la globalización muestra fracturas y consecuencias de la ruptura de los flujos internacionales entre encarecidos productos básicos para la fabricación (acero, cobre, litio, madera, etc.), las dispersas cadenas especializadas de producción de componentes para lograr un producto, y su transporte. Según el Banco Central Europeo, sus consecuencias pueden recortar en un 10% la economía europea hasta 2100, provocando nuevas subidas desaforadas de las tarifas energéticas, cortes energéticos, riesgo de desabastecimientos, problemas de logística, caídas productivas, etc.
En suma, penuria para empresas y ciudadanos, vulnerabilidad de la economía mundial y encarecimiento energético. Un panorama de crisis sanitaria, alimentaria y climática que podría ser el prototipo de crisis del siglo XXI, de la que tendríamos que aprender algo, y que pone a prueba la necesaria cohesión social internacional para superarla, ahora en cuestión con las evidencias de la dificultad de acuerdos y regulaciones internacionales para el clima, la globalización, la crisis energética y la macroeconomía.
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