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A Perú, que ni siquiera ha estado en el Mundial, le va peor. Incluso a Marruecos le va peor que a España. Sus índices de PIB y de médicos por mil habitantes (pese a Ayuso) son peores. Pero España parece más desgraciada. Por el fútbol. ... Por Luis Enrique, que en vez de entrenador se metió a muñeco parlanchín. El fútbol, ya lo decía aquel, es la cosa más importante de las que no lo son. Pero en estos días, en España, hemos tenido la sensación de que el fútbol es una cosa importante dentro de las importantes. Las ilusiones frente a la tercermundista selección de Costa Rica se mudaron en espejismo, y la euforia desmedida en un gigante con pies de barro.
Pobres muchachos, pobre juventud e infancia españolas que no tienen el callo de los que pasan de los cuarenta y conocieron la penuria habitual de una selección acostumbrada a la mediocridad. Hubo un tiempo, sí, anterior a Iniesta, anterior a Xavi, Xabi Alonso, Del Bosque y, sobre todo, a Luis Aragonés, el Zapatones, el verdadero creador de aquella selección ganadora. Se fueron aquellos hombres y volvimos a la penumbra. Tan sencillo como eso. Solo que el sabor de aquel tiempo sigue impregnando el paladar y algunos luchan por aferrarse al dulzor de la gloria. Pero no.
La realidad es la que es. Y queda reflejada en el drama, en la flagelación y la autoflagelación. Quienes conocimos a los comentaristas fanáticos de aquellos tiempos los reconocemos en los de ahora. Esas alocuciones que sin solución de continuidad van de la euforia a la amargura. Todo sin sustancia. Entonces se apelaba a la furia española. Un equivalente de la ignorancia de la técnica, del coraje frente a la eficacia. Más o menos como ese «que inventen ellos» de Unamuno ante la ciencia europea.
El inefable Sergio Ramos se muestra partidario de esa cerrazón patriotera, españolista y cegata. «España no pierde, España aprende», ha declarado en las redes. Por lo visto, aprende a base de palos. Eufemismos para camuflar la impotencia y la inoperancia de una selección muy mediocre que a pesar de su juventud cambió el tiquitaca por el tacataca. Por el tedio y el aburrimiento. Olvidada de que el fútbol no consiste en sobar sino en marcar. Algo de eso podría haberles recordado a los muchachos el parlanchín Luis Enrique, pero, claro, el hombre estaba ocupado en sus charlas parroquiales, en sus peroratas de enteradillo de barra de bar. Ahora, destituido, puede seguir con la prédica por lo privado, orgulloso de su ineficacia y creyéndose un mesías de la pelota después de hacer desgraciados a tantos futboleros que, por un día, habrían querido estar al otro lado de la valla de Melilla. O de Ceuta.
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