En Logroño no hemos sido muy de pisar el césped. A lo peor por el trauma que nos grabaron unos cartelitos metálicos que, hasta muertos los 70, amenazaban rotundos al pie de los parterres del Espolón: «Prohibido pisar el césped». Prohibían el césped primero y ... la hierba, después. La cosa era prohibir. A los niños que éramos entonces nos atraía el reto de asaltar el tapete verde tanto como nos amedrentaba el guarda que vigilaba, con uniforme rancio y chapa dorada, los rosales y los pensamientos que por primavera daban algo de color al blanco y negro que dominaba el ambiente. Quizás por esa memoria, celebro medio siglo después que el parque de las Estaciones –que Felipe VI me perdone– haya sido tomado ya al asalto para la causa del común y que toda su hierba sea espacio verde liberado para el disfrute ciudadano, para que se rebocen los niños, retocen los adolescentes y la hollen los mayores sin letreros prohibitorios ni uniformados a la vista. La utilidad de las estaciones, ya si eso, lo dejamos para otro día. Pero el parque nos ha quedado niquelao con su alicatado de césped hasta el cielo.
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