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Una sabe que una película es aburrida cuando se desentiende del argumento y empieza a fijarse en los decorados. Como la que vi el otro día: era tan tediosa que pude reparar en que el suelo de la cocina donde se desarrollaba la acción (o ... la inacción, en este caso) era el mismo que yo tengo en la cocina de la playa. Un suelo blanco, con pequeños rombos de color verde en los encuentros entre las esquinas de las baldosas. Mi madre lo puso con la intención de dar luz y amplitud al espacio, pero solo consiguió que todo lo que cayera en él destacara, casi refulgiera: un pelo, un alfiler, un grano de arena. El único ejercicio que hago en verano es darle a la escoba.
A pesar del aburrimiento, me desconcertó que la protagonista y yo, teniendo vidas tan distintas, pisásemos el mismo suelo. Ocurre lo mismo cuando ves en casa ajena un mueble que tú tienes en la tuya, pero usado de otra forma: la estantería de Ikea en la que acumulas libros sin orden ni concierto se convierte, en el salón de otro, en un contenedor de velas aromáticas y cuencos tibetanos. Seguro que el tío hace yoga, piensas. Y llevas razón, porque las cosas que tenemos y cómo las usamos cuentan quiénes somos. Eso pasa en el espacio privado, pero también en el público: las calles que atraviesas por la mañanas para ir a trabajar se transforman por la noche en el escenario de una batalla campal. Normal que la gente salga de marcha, que los criticamos como si nosotros nos hubiéramos pasado los sábados viendo reposiciones de 'La clave'. Pero te puedes poner hasta las trancas sin quemar coches, sin destrozar escaparates y sin emprenderla a botellazos. Al final va a ser mejor emborracharse en casa. Aunque se pringue el suelo de la cocina.
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