«El único remedio que hay para curar la enfermedad epidémica del fanatismo es el espíritu filosófico» (Voltaire).
Sería magnífico que recordáramos a Voltaire por sus múltiples facetas. Pero hay una que tiende a eclipsar al resto. Porque su consigna de «aplastad al infame» recobra ... su vigencia en cuanto se recrudece la barbarie. El patriarca de los 'philosophes' personifica como ningún otro los avatares del siglo XVIII, ese periodo en que la época moderna alcanza su plenitud y explora sendas que hemos dejado de transitar, al resultarnos muy cómodo abdicar de nuestras responsabilidades y dejarnos tutelar, en vez de pensar por nosotros mismos. El uso que hace de la ironía es una lección a retener.
Voltaire nos lega una vasta producción. Como buen polígrafo es probable que ahora fuera cineasta y no menospreciara en absoluto la fuerza del cómic ni de las imágenes en general, puesto que no dejó de cultivar ningún género conocido en su momento. Dramaturgo exitoso, tiene hasta un relato que se considera pionero de la ciencia ficción ('Micromegas'). Cronista de su tiempo ('Poema sobre el desastre de Lisboa'), escribe cuentos ('Cándido'), poemas épicos y biografías. Ensayista ('Antimaquiavelo') e historiador ('El Siglo de Luis XIV'), también elabora un 'Diccionario filosófico' en solitario y es un infatigable corresponsal como muestra su prolijo epistolario.
El enemigo a batir pretende imponerse no con la fuerza de los argumentos, sino con una extrema violencia sobre los demás
Por añadidura nos lega una 'filosofía de la historia' con su 'Ensayo sobre las costumbres y el espíritu de las naciones', en donde se cotejan los hábitos y las tradiciones de muy diversas culturas para valorar mejor la propia en términos comparativos. Después de todo nuestros hábitos nos configuran y en realidad ninguna reforma social, grande o pequeña, puede prosperar sin cambiar de costumbres.
Para los pensadores ilustrados las leyes únicamente son eficaces cuando cada cual decide cobijarlas en su fuero interno e ir traduciéndolas en sus acciones cotidianas. Los grandes principios morales resultan ineficaces cuando no son adoptados y adaptados por quienes deben acatarlos. Voltaire nunca dejó de pretender cambiar las costumbres menos recomendables para la paz social. Al igual que Diderot con su magna 'Enciclopedia', también Voltaire se propone cambiar el modo común de pensar con su 'Diccionario filosófico portátil', sus epigramas y los panfletos en donde se recogen los absurdos que pueblan ciertos imaginarios, disolviéndolos con la fuerza corrosiva del sarcasmo y una implacable mordacidad. El escepticismo metodológico es un buen disolvente de los asertos absolutistas y presuntamente infalibles.
Probablemente Voltaire no dudaría en recurrir a los nuevos medios de comunicación para neutralizar las falsas informaciones tóxicas con el antídoto del humor sutil e ingenioso. Lo cierto es que no tiene rival en cualquier duelo dialéctico. Su pluma es capaz de imponerse mediante la reducción al absurdo, gracias a una ingeniosa sentencia que se recuerda fácilmente tras escucharla. Sabe combatir la demagogia con sus propias armas, sirviéndose de unas consignas muy sencillas y comprensibles que disuelven los dogmas cual si fuerzan azucarillos con su incontestable ingenio. La posteridad sigue recordando el truculento caso Calas, ese padre falsamente acusado de haber dado muerte a su propio hijo por cambiar de religión. y ello se debe a que Voltaire le dedica su 'Tratado sobre la tolerancia'. Este libro se torna un icono emblemático, una especie de himno simbólico que se invoca en cuanto comparece la barbarie. De ahí que se agotaran los ejemplares tras el atentado contra la revista satírica 'Charlie Hebdo'.
Los rostros de la barbarie mutan sus facciones, pero su llama sigue alimentándose con el engaño, la ignorancia, las desigualdades y los fanatismos de toda laya. El mejor modo de vacunarse contra las epidemias del fanatismo es cribar los datos para establecer un criterio propio. Sin esas dos brújulas que nos orientan epistemológica y éticamente, la criba de los aludes informativos y el forjarse un criterio que nos permita responsabilizarnos de nuestras acciones u omisiones, nos perdemos en los laberintos de las infodemias, dejándonos engañar por los embustes de las posverdades y los hechos alternativos.
Comparar los patrones culturales y las costumbres, conocer su evolución y sus involuciones, cotejar diferentes religiones y mitologías, enriquecer nuestro imaginario colectivo e individual con datos debidamente contratados y confiables, desconfiar de las promesas baldías y rehuir una competitividad que nos hace insolidarios, imaginar que podemos construir entre todos un mundo mejor, desoír las profecías que se autocumplen por implicar sus propias condiciones de posibilidad, son algunas de las muchas tareas que pueden conjurar la intolerancia del fanatismo.
Como nos muestra Voltaire con su vida y sus obras, un sano distanciamiento irónico supone una excelente profilaxis para encarar los problemas con talante constructivo y no dejarse devorar por las adversidades. La ironía, tan sabiamente utilizada por Voltaire, puede servirnos como un eficaz escudo contra el fanatismo. Puede reflejar sus absurdos y dejar pasmado a quien los profiere al verse sorprendido por su propia estulticia. Es como si Perseo hubiese petrificado a Medusa reflejando su rostro en el espejo del escudo, sin tener que decapitarla de un tajo con la espada. Emular la violencia fanática sería tanto como suscribir sus metas. Otra cosa es confrontarla con sus propios métodos ridiculizando cuanto merezca ese tratamiento.
El escudo de la ironía volteriana tiene una gruesa capa ética que robustece su defensa. En su 'Diccionario filosófico', señala que «la moral no consiste en la superstición ni en las ceremonias, ni tiene nada que ver con los dogmas». El enemigo a batir se llama fanatismo, esa convicción irracional que pretende imponerse, no con la fuerza de los argumentos, sino con una extrema violencia sobre los demás, apelando tramposamente (a lo Trump) a sus emociones. ¿Acaso cabe tolerar la intolerancia? He aquí la respuesta de Voltaire: «Los hombres solo delinquen cuando perturban a la sociedad. Perturban a la sociedad tan pronto como caen en las garras del fanatismo. En consecuencia, si los hombres quieren merecer tolerancia, deben empezar por no ser fanáticos».
*ROBERTO R. ARAMAYO ES PROFESOR DE INVESTIGACIÓN EN EL INSTITUTO DE FILOSOFÍA DEL CSIC E HISTORIADOR DE LAS IDEAS MORALES Y POLÍTICAS
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