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Qué tal. - Yo, bien, ¿y usted? Usted, «escribiendo...», que es gerundio. Un gerundio con puntos más revoltosamente expansivos que suspensivos. Es la puerta que abre una frase, una historia, una cita, un acontecimiento, un encontronazo. Es el guasá, el WhatsApp, el gran salto desde ... el «qué será, será» de la anteccesor Doris Day a la apropiación indebida del «fumando espero» con el que Sara Montiel ocupó la eternidad. Neologismo privilegiado, territorio comanche saqueado y alimentado por el séptimo de caballería. En cristiano podría ser «qué hay», «qué tal», «qué vida» «cómo va eso». Nacionalizado sin permiso de la RAE, por dejadez y vagancia traductora, es el taller creativo, en texto y audiovisuales, con mayor número de adictos, mil millones de deditos amarrados letra a letra a todos los diccionarios, stickers y coreografías imposibles. Libre y de gratis siempre que los amos, gobiernos generalmente, no cierren el grifo. Por controlar emergencias –qué no es una emergencia– promulgan leyes mordaza, que, como los celos, hasta del aire, matan.
«Escribiendo...»
¿Qué dirá? Ahora dice, ahora no dice. Aterra y encandila adivinar la trayectoria de una frase abierta. Desaparece. Reaparece. Es una margarita tecnológica, un latido, el corazón de la duda. Son puntos suspensivos obscenamente preñados de interrogación.
«Escribiendo...»
¿Escribiendo qué? Si ya está todo escrito. Sólo queda arrejuntarlo. Si un lince informático se diera el palizón de crear, gestionar y abrir un programa que reuniera, procesara y ejecutara todos los mensajes de estos servicios daría con el meollo de la cotidianidad humana. Su sustancia. Cada cual podría verse instaurado ya en la posteridad al tocar el botón «yo». Un yo carente de egos, universal, anónimo, casi clandestino, sin tiquismiquis, con todos los vicios, virtudes, cualidades y defectos conocidos y algún otro en vías de aparición en el reparto.
«Escribiendo...»
¿A quién? ¡Eh!, que estoy aquí. No ve. Nadie ve por el hueco de la ventana oscilobatiente del telefonillo. Su pantalla soslaya el fuego cruzado con el pensamiento receptor, un reguero de pólvora a mecha encendida. Una sobredosis de inquietud que provoca sarpullidos lingüísticos, demandas de fuegos artificiales que incineren los suspensivos. Suena irreverente, pero unos se tiran flatos y otros se tiran gerundios, tiempo verbal de poco prestigio literario y de gran contundencia coloquial. El presunto receptor percibe en el reflejo un garduño loco que le muerde la niña del ojo. Pasan segundos, ya el día busca el norte por la puesta de sol y la espera araña la piel.
Por fin se activa el soniquete. Y puerta abierta.
«Este mensaje fue eliminado».
Se diluyen los puntos, el gerundio fuese y no hubo nada.
«En línea».
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