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El yayo Tasio hace una excepción mayúscula y coge su coche que lleva meses durmiendo en el garaje. Nunca le ha gustado conducir ni comulga con esos eslóganes de velocidad y libertad al volante que venden los anuncios en los concesionarios. Sin embargo, no se ... plantea vender la tartana que le ha acompañado casi desde que consiguió el carné. A su edad se aferra a la creencia mística de que los recuerdos son parte de la vida y desprenderse de ellos implica morir un poco. Las contadas veces que desde que se jubiló ha hecho unos kilómetros por la carretera ha sido por obligación, para que el motor no se apolille. El abuelo se ajusta el asiento para pegar las gafas al parabrisas, sale del parking subterráneo expulsando un volcán de humo negro y se dispone a dar una breve vuelta por los alrededores de la ciudad a paso de burra. Al yayo no le incordian los otros conductores y la agresividad de que se contagian en cuanto el pie derecho acaricia el acelerador. Su mayor temor son los peatones como el que tiene a unas decenas metros y está cruzando la carretera. La atraviesa como si estuviera solo en el mundo, ignorando el paso de cebra que hay pintado solo un poquito más allá. Tasio pisa levemente el freno con la esperanza de que el paseante sea consciente de su error. Le urge a trotar con un golpe de claxon. No sólo no hace caso sino que se le encara desde la distancia. Dentro de la cabina el yayo no entiende nada, pero lee en los labios del caminante del asfalto un par de insultos. Agita las manos, enseña un puño, se le pone chulo. El abuelo valora bajar la ventanilla y preguntarle qué coño hace cruzando en mitad de tanto tráfico. Pero desiste. En esta ciudad todo vale. Aquí nunca hay atropellos.
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