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Se afirma que las últimas palabras de Goethe en el lecho de muerte fueron una petición de incremento de alumbrado: «¡Luz, más luz!», dijo. Quizá aquella alcoba estaba en una penumbra que agudizaba de modo aún más deprimente su percepción del final del ocaso, o ... la parca ya estaba allí, su presencia infunde tiniebla en el alma y la demanda del poeta era de índole metafísica. Muchos años han pasado desde la defunción de Goethe, en 1832, y sin embargo en bastantes lugares sigue haciendo falta todavía hoy más luz, pero física, de verdad, eléctrica.
Por ejemplo. Estuve en agosto en un estupendo hotelito rural en Caravia La Alta (Asturias), muy confortable y de cuidada estética en la decoración y el mobiliario. Sin embargo, por la noche, las mesas de la terraza carecían por completo de iluminación y esta era en general de baja intensidad en los espacios comunes interiores. En la espaciosa habitación era aceptable en conjunto, pero la luz de mi mesilla era de escasos vatios; me dieron una más potente para que pudiera leer en la cama. A lo largo de los años he ido a bastantes hoteles rurales y este detalle de paupérrima lámpara en la mesilla se ha repetido con frecuencia (vale, ahora están en armonía con el ahorro energético). Parece que en lugares de este tipo se preocupan por darte un buen desayuno y tratarte muy bien pero no se plantean que alguien quiera leer en la cama. Puede ser que suceda lo mismo que le pasaba a Javier Reverte con sus amigos de Garrucha, el pueblo de la costa de Almería donde veraneaba. Le decían que ellos no le leían porque eran más de salir que de leer, pero que estaban muy orgullosos de que fuera escritor.
Lo de leer a la luz de un trabuco no es privativo de hoteles de pueblo. En Milán, mi editor me alojó en uno de un amigo suyo que era un loco de James Bond y el hotel parecía una exposición dedicada a 007. Pues bien, mucho 'dottore' Bas, que le firmara mis libros en italiano y va y me pone una triste luz en la mesilla que habría hecho sollozar a Goethe y con la que no veía ni el título de la novela. El hotelero era un hombre de extremos: me trajo otra, tan grande como un coco, incompatible con la pantalla y con un brillo de sol caribeño; sin sombrero se corría riesgo de insolación. Como no había llevado, para protegerme del fulgor me puse la pantalla floreada en la cabeza.
Al lado del hotel de Caravia La Alta estaba el único bar restaurante. Allí no había peligro de confundir por oscuridad el cachopo con una rata aplastada por el camión de la sidra. La iluminación era cruda, blanca y fuerte, como para quirófano o interrogatorio del KGB.
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