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Era el título de una película que quiso pero nunca pudo hacer. Sabiéndolo, la dejó publicada como novela, justo en el cambio del siglo XX al XXI: ¡Esa luz! (Galaxia Gutemberg, 2000). Hubiera sido una película nuclear. Del resplandor de la vida, tamizado por el ... velo de la cinematografía: esa luz con la que interpretó lo vivido, lo recordado y lo imaginado. La luz fue siempre la sustancia y la razón de sus relatos, fotográficos o fílmicos. La clave. La materia de la memoria, pero también de la pantalla del presente, permanentemente entreverada con el pasado o con el sueño. O con el miedo, que nos sitúa siempre entre dos luces. Por eso, la expresión «¡Esa luz!» hibridaba el miedo y el fulgor: el miedo a las luces que se veían imprudentemente encendidas en las casas durante los bombardeos en la Guerra Civil y el fulgor del tiempo que queda clareado a lo lejos, al principio del pasillo de la existencia. Fulgor doloroso por inalcanzable, por fugado definitivamente, pero a la vez prodigioso por primordial e inocente. Y ahí, esa luz asemeja su naturaleza a la del haz luminoso del proyector de cine. Esa fantasmagoría. La luz que en la obra de Carlos Saura baña el teatro familiar y el histórico. El teatro de las ideas y el de los sentimientos. Y el teatro crítico universal; él que ha sido, seguramente, nuestro último gran barroco. La luz, también, de la música, del piano de su madre: la de las dulces horas. Ese piano que el Saura senior transferirá en la banda sonora a los acordes Satie o de Mompou. Y de la música popular, de la que luego logrará tocar todos los palos, desde la radio o desde la cátedra. La de la danza, traslúcida en sus muchas formas. ¡Esa luz!, en la que hubiera sido más él que nunca, Saura aprovechaba los reflejos del niño de la guerra que fue –como Azcona, su par a lo largo de seis entregas– para revisitar su escenario original, un paisaje, el de la guerra y el de la posguerra, densamente bruñido en una imaginería tan dramática como impregnante, que el paso del tiempo hizo pervivir en su fuero interno como un rescoldo, como un fuego fatuo, como una película: pues de esa luz, de esa última luz al fondo de la tela, trataba todo lo que contó Saura; la luz que ilumina y habita también otras estancias de nuestro cerebro, tan extrañamente comunicado en su circuito interno. No en vano, su última película ha sido Las paredes hablan, un documental en el que Saura repasa la transformación de la representación gráfica en la pared, desde la cueva. Concluyó, por tanto, tocando materialmente el origen. Y entre las paredes que hablan, lo hacen con especial locuacidad las nuestras internas, que tabican desde madrigueras a caserones. Carlos Saura se hizo acompañar, para atrapar esa luz, de los mejores pintores, al grabado, al blanco y negro y al color: Juan Julio Baena, Luis Cuadrado, Teo Escamilla, José Luis Alcaine o Vittorio Storaro. Y Goya, siempre Goya. Saura no llevaba como su paisano velas en la cornisa de su sombrero para alumbrar la escena (por fuera y por dentro) y transportarla al lienzo. Llevaba otras cámaras oscuras que hubieran fascinado a quien pintara en su día los tutilimundis: la fotográfica y el cinematógrafo. Saura era un hombre colgado de un Leica, un ojo ambulante, inflamado. Inoculado: un ojo inoculado por otros ojos. Y su obra, una perpetua conversación ocular (en los últimos años invertida en la pequeña pero libérrima superficie del dibujo y del retoque fotográfico). Era alguien prendido desde la niñez de unos ojos misteriosos y gigantes vistos sobre una tela. En 'La prima Angélica' (1974), película traspasada por esa luz, la película más cercana a lo que hubiera sido ¡Esa luz!, reconstruía la escena indeleble: el niño que al poco de acabar la guerra ve, entre el miedo y el fulgor, cómo le miran desde la pantalla Los ojos misteriosos de Londres, con Bela Lugosi. Y el resto es... su cine. Así, Rafael Azcona, siempre que hablábamos de Saura, concluía con rotundidad: «Es el mejor ojo del cine español».

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