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Cuando pienso en los antiguos riojanos que sacaron adelante los estudios de sus hijos, las siguientes inversiones agrarias, el piso en la capital, los ahorros para la jubilación... a cuenta de las viñas con las que peleaban de sol a sol durante todo el año, ... se me antoja lejano. Épocas en los que uno podía mejorar su vida echando horas en la viña tras las de rigor en su empleo, y que reportaban un plus que mejoraba ostensiblemente la vida o proporcionaba un futuro con cierta holgura. Tiempos en los que la venta de la uva tenía un margen de beneficio acorde a lo que uno espera cuando pasa largas jornadas en la viña, con la espalda encorvada entre los sarmientos, rezando para que la piedra o el mildiu no echen por tierra el trabajo y los sueños de todo un año. Cuán remotos quedan esos sueños de prosperidad, cuando no de seguir con la tradición familiar de conservar pequeñas viñas, en las que hoy día faenar, tales son los precios que se están acordando por la fruta riojana por excelencia, convierten en quimérico cualquier intento por tener siquiera un mínimo beneficio de sus viñas.
Los precios que se están barajando este año, al igual que los que se llevan pagando en las vendimias previas, están consiguiendo algo que ya se intuía desde hace tiempo, que trabajar las viñas familiares deje de ser, no ya rentable, sino que no reporte pérdidas, a mayor gloria de las grandes bodegas con viñedos propios.
Ante tal tesitura y los precios ofertados, el pequeño propietario solo maneja tres opciones. La primera de ellas es claudicar y vender sus viñas, esas que llevan varias generaciones bajo su apellido, y que son mucho más que renques y pámpanos. La segunda es formar parte de una de esas cooperativas, en las que los beneficios no son los mismos que los de hace décadas pero, al menos, la amargura es compartida. Y la tercera de las opciones, para los más bizarros y contando con una cantidad de viñas de cierta envergadura, consiste en constituirse como bodega y elaborar sus propios vinos, con los riesgos y la apuesta económica que ello conlleva. Casos existen, como el del vino de Óscar Pérez Nanclares, elaborado en Briones, que alcanzó los 92 puntos Parker sin haber salido al mercado, y que convirtió la apuesta de 'Zaruga' en un ejemplo a seguir por aquellos que, habiendo doblado el espinazo durante varias generaciones en las viñas familiares, no quieren verse obligados a ceder ante las grandes fábricas de vino y perder aquello que ha dado sentido a su familia durante décadas.
Quizá ahí esté el futuro del vino de La Rioja y, por ende, el de nuestra comunidad. La Rioja es una tierra de pueblos humildes, de gente honesta que se ha labrado el futuro corquete en ristre. Puede que regresar a los orígenes de las pequeñas bodegas sea lo que nuestras viñas, nuestros agricultores y nosotros como región, precisamos para que nuestra identidad no sea la que determinen las grandes corporaciones.
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