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Como bien comprobamos hace unos años, cada cierto tiempo una pandemia sacude el planeta, recordándonos nuestra insignificancia. Padecimientos que hacen enfermar a una parte de la sociedad, hasta que la vacuna o mutación del virus o bacteria en cuestión vence a ese enemigo aleatorio.
¿ ... Qué hacer, sin embargo, cuando ese virus está arraigado y asumido? Uno como el que nos está mortificando hoy día y que nos convierte en una sociedad proclive a la depresión y las crisis de ansiedad, sumida en las más altas cotas de suicidio jamás conocidas.
El onanismo digital al que nos hemos abandonado y que nos seduce con una sobredosis de dopamina continua, sin la que ya no sabemos vivir, ha hecho que los niveles de frustración personal y laboral sean desoladores. Ningún trabajo o relación afectiva puede combatir con la cantidad de estímulos que nos inoculan, como si fueran el opio del siglo XXI, las redes sociales, las compras por internet, el sencillo acceso a todo tipo de pornografía o la sucesión de banners personalizados. Esa desenfrenada vida virtual ha suplido algo tan necesario para el ser humano y, sobre todo, para su cerebro, como es la calma.
Hemos perdido la capacidad de aburrirnos, la contemplación y el sosiego. Necesitamos más, más, más… Y el no tenerlo, el someternos a ocho horas laborales, los deberes familiares o incluso a una conversación con un amigo que no sea virtual, nos conduce a un profundo abatimiento, cuando no a severas crisis de ansiedad. ¿Quién no las ha sufrido o tiene a alguien cercano que las soporta, con nula estoicidad?
La tecnología, esa misma que nos ha ayudado a crecer de forma exponencial en los últimos años, está acabando con nosotros y sin necesidad de un Skynet que lidere la rebelión de las máquinas contra el ser humano. Somos nosotros los que, perdida la fe en los dioses clásicos, tenemos que hincar la rodilla y vender el alma a una nueva deidad; la que nos ofrece un placer y unos estímulos tan inmediatos, que creemos, estúpidos de nosotros, que esa vida es la real. Que ya no precisamos la de ahí fuera, cuando es apremiante que volvamos a ella con la mayor celeridad posible.
Es urgente un regreso a placeres no tan lejanos. Leer un periódico o un libro con calma, ver una película sin recordar dónde hemos dejado el móvil, escuchar un buen disco con los ojos cerrados. Incluso caer en la nunca bien valorada costumbre de la apodyopsis, cuando ante nosotros pasa una mujer o un hombre que nos atrae, y cuya fantasía ha suplido la proliferación de la pornografía accesible en internet.
Las generaciones analógicas, quienes disfrutamos de una vida en la que el onanismo digital no determinaba nuestros placeres, podemos volver a eso. Porque si no lo hacemos, quienes nos siguen y que solo han conocido esta nueva 'realidad' estarán perdidos, condenados a un mundo de ansiedad y depresión, en el preciso instante en el que el móvil se quede sin batería o se pierda el wifi.
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