No puedo hablarles de las profundidades teológicas que alcanzó Benedicto XVI porque ni he leído ninguno de sus libros ni soy capaz de orientarme en los nebulosos misterios del dios uno y trino. Los tipos superficiales como yo nos guiamos mucho por las apariencias y ... hay que reconocer que había algo inquietante en Ratzinger, un señor Burns vestido de blanco con mocasines rojos. Además, los apellidos alemanes me dan mucho miedo, con esa férrea sucesión de consonantes que parecen impedir toda disidencia.
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Al principio, Ratzinger me sonaba a Mazinger y era aquella una curiosa asociación de imágenes, muy de robots luchando contra el mal, aunque en mi cerebro reptiliano todo cambió cuando se celebró en Madrid la jornada mundial de la juventud y los enfervorizados asistentes lo recibieron al grito de «Benedicto Equis Uve Palito», un lema que me pareció una cumbre de la creatividad humana, sección cánticos de apoyo. Desde entonces, daba igual la ocasión, ya fuera impartiendo bendiciones en San Pedro, en el sorprendente momento de su renuncia o retirado en el convento, cada vez que aparecía su venerable figura por televisión, yo solo podía musitar: «Mira, por ahí anda Equis Uve Palito».
No me siento capaz de valorar la actuación de Equis Uve Palito como Papa y menos aún como teólogo, pero sí sostengo que ha elevado a las más altas cotas el difícil trabajo de emérito. En un país tan lleno de eméritos incordiones como el nuestro, en el que lo mismo se van de regatas por Sanxenxo que reparten excomuniones desde un podcast, resulta edificante comprobar cómo un tipo que lo fue todo llevaba diez años en silencio.
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