Escribe Manuel Jabois en 'Manu', el libro en el que cuenta su entrada en la paternidad, que «Necesitaba una novela o un hijo, y era tanta mi pereza delante del ordenador que me puse a follar». Si fuera por eso, yo estaría ahora mismo frungiendo ... como una perra loca en tal de no tener que darle a la tecla. Pero frente al pecado de la pereza me puede la virtud de la diligencia. Y la bronca que me iba a echar mi jefe, claro.

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Este tiempo absurdo que va de Nochebuena a Nochevieja y de Nochevieja a Reyes no está diseñado para trabajar. Es un entreacto en el que, mientras esperamos a que se reanude la función navideña, tendríamos que volver a los días estériles y morosos de cuando éramos pequeños, días sin despertador y sin prisas, de televisión en pijama. Pero será porque nos han grabado a golpe de cincel en el hipotálamo que la ociosidad es la madre de todos los vicios por lo que, en cuanto no aprovechamos un rato libre, nos ataca la culpabilidad y nos entra el azogue: hay que limpiar el congelador, lavar las cortinas, ordenar el armario, tirar los periódicos viejos y los medicamentos caducados. Las especias no, que no caducan por mucho que el envase diga lo contrario: tengo un bote de canela en polvo desde la toma del islote Perejil. Y ahí está, esperando a que vuelva a hacer arroz con leche.

Pero hoy tengo otra vez siete años. No me he quitado el pijama, no me he duchado, escribo con las marcas de la almohada en la cara, legañas en los ojos y el pelo hecho un nido de pájaros. Cuento las palabras que me faltan para desparramarme en el sofá, el único territorio que reconozco como propio, y quedarme en él hasta que tenga el molde de mi cuerpo. Ya me levantaré para Nochevieja. O no.

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