El heredero y yo vagamos por la casa como si viviéramos en una novela de Henry James. Fantasmales, apenas hacemos ruido, cada uno conectado a su ordenador, cada uno en su habitación. Nos cruzarnos por el pasillo y nos damos un beso al vuelo; nos ... tropezamos en la cocina y a él se le derrama un poco de leche. «Tienes las manos de mantequilla», le digo, convertida en mi madre. Me responde con un bufido.

Publicidad

Se nos cae la casa encima. El sólo sale para ir al instituto, yo sólo salgo a hacer la compra y a ninguno de los dos nos salen versos por los dedos, como a Emily Dickinson, sino sapos y culebras por la boca. En cambio la Dickinson, que pasó la mitad de su vida voluntariamente encerrada en la residencia familiar, convirtió su aislamiento en literatura. «Trabajo en mi prisión y soy huésped de mí misma», apuntó en una carta. Durante sus últimos años ni siquiera abandonó su cuarto pero, a medida que fue restringiendo el mundo exterior, el interior se iba haciendo más grande, más ancho, más rico, tanto que le cupieron mil ochocientos poemas.

Al final de su asilamiento, Emily Dickinson empezó a vestir únicamente de blanco. Yo voy vestida de chándal, en un involuntario homenaje a Isabel Pantoja, otra autoconfinada. Pero, a diferencia de la poetisa norteamericana, el mundo interior de la tonadillera se ha ido haciendo cada vez más oscuro, más siniestro, más estrecho, más pequeño. Ya ni siquiera tiene el consuelo de tropezarse con sus hijos en la cocina: mientras uno la repudia públicamente, a la otra no la dejan entrar en la finca. No me extraña que Pantoja no salga de Cantora, porque lo que le espera ahí fuera es peor que una pandemia. Aunque, visto lo visto, puede que el virus sea ella.

Este contenido es exclusivo para suscriptores

¡Oferta 136 Aniversario!

Publicidad