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Tienen muy poco corazón. Poca sensibilidad, me refiero. Más allá de trifulcas y discusiones de índole programática, tengo la sensación de que lo que más desconcierta a la ciudadanía es asistir a cómo primero sus representantes se tiran los trastos a la cabeza para seguidamente, ... en cosa de pocas horas, firmar pactos y acuerdos sin casi discutir. Ni los niños más pequeños calman sus rabietas tan súbitamente.
Y los supuestamente abismales desencuentros, esos en los que escupen propuestas defendidas a capa y espada un día y que decaen al siguiente por no sé bien qué contraprestación, no son tales. Son humo.
Y mientras, sus representados, los que los han aupado a las instituciones para luchar por sus intereses, asisten indefensos a un vodevil artificioso escenificado en el Parlamento (nacional y regional) en el que un día no se soportan y al siguiente se van de copas juntos. Y tan amigos.
Cuentan los cronistas parlamentarios que el panorama cambiaría notablemente si el votante estuviera al cabo de la calle de que prácticamente todo lo que escenifican los políticos es un teatrillo cutre. Cual comedietas de corrala, los actores se dispensan garrotazos a mansalva alentados por sus correligionarios para luego, cuando el telón desciende, apañarse entre carcajadas.
Y no crean que critico que los dirigentes políticos lleguen a acuerdos con sus rivales y terminen convirtiéndolos en aliados. Para nada, esa es la base de la dialéctica política. Pero es terriblemente descorazonador que usen técnicas retóricas tan burdas que lo único que consiguen en sus oyentes, en sus votantes, es encender sus ánimos hasta quemarlos. Porque luego nadie se molesta en apagarlos.
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