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En Walden, en el Walden de Ramiro Pinilla, no en el de Thoreau, las novelas se guardaban en el gallinero. Lo contó su hija Begoña ... durante el homenaje que se le hizo al escritor en Bilbao el pasado 13 de septiembre, el día que hubiese cumplido cien años. En aquel gallinero aguardaron pacientemente las más de dos mil páginas que recorre el torrente luminoso y terrible que es Verdes valles, colinas rojas, la negrura de La higuera, la vida sin esperanza de Antonio B el Ruso o el Rojo... Allí, casi olvidado, pasó también muchos años el manuscrito de El hombre de la guerra, que ahora nos ha devuelto, aunque sea brevemente, al Getxo de las aventuras y los milagros, a la playa de Arrigunaga, al mar, que no descansa nunca.
Pocos narradores han contado el mar como Ramiro Pinilla. Pocos han convertido sus paisajes familiares en territorio mitológico de forma tan bella, tan implacable y tan definitiva. Y pocos son dueños de una prosa tan reconocible, tan certera y tan capaz de trasladarnos inmediatamente a un universo propio.
El de Ramiro Pinilla estaba y estará siempre en Getxo, y estos días pasados en Asturias me han llevado allí otra vez de forma inesperada.
Íbamos a presentar libros. Y a encontrarnos con un mundo en el que, durante muchos años, la vida, igual que sucede en Verdes valles, colinas rojas, estuvo atravesada por el trabajo en las minas.
De los tiempos no tan lejanos en los que aún se bajaba a trabajar a los pozos, quedan algunas reliquias en las cuencas mineras asturianas. Ruinas de piedra y hierro, entre el verde que se lo come todo. La vida feroz de las minas, que describe tan bien el escritor Eduardo Romero en su libro ¿Cómo va a ser la montaña un dios?, se concreta en ese paisaje, pero, incluso allí, es imposible de abarcar. A nosotros, esa mañana, nos la contó Javier, que fue minero y lampisteru y ahora, entre otras cosas, es poeta sin saberlo. A Javier lo conocíamos de antes, pero solo caímos en la cuenta cuando empezó con las historias de la mina y comprendimos que algunas ya se las habíamos oído contar, como personaje, en las páginas del libro.
Eduardo, que nos llevó a Tuilla, le pidió que nos acompañara, y fue él quien nos guio en aquel recorrido fascinante y fantasmal, quien nos habló del agua y del carbón y quien, después del paseo, nos abrió las puertas de su casa, donde nos esperaba María, que también salía en el libro y también tenía mil historias que contar.
María y Javier nos recibieron con la lumbre encendida y con el cariño y la generosidad de quien se reencuentra con un amigo querido. En las pocas horas que pasamos con ellos hablamos de la vida y del teatro, del raposo, de las ocas, de la mina, de los amores... Y de libros, claro. Y de cómo Javier, al que con la barba se le ponía cara de escritor, tenía una chaqueta de escritor de verdad, 'heredada' de Ramiro Pinilla.
En el capítulo final de Invierno, un espantapájaros que no tiene claro lo que es el tiempo cuenta que cree que, en sus chaquetas, perviven los recuerdos de quienes las llevaron antes que él. Lo sospecha porque, por las noches, sueña sueños de otro.
Después de escuchar cómo llegó una chaqueta de Ramiro Pinilla a un pueblo de la cuenca del Nalón, me gusta pensar que a Javier le pasa lo mismo, y que hay días en que, sin saber por qué, recuerda las calles de Getxo, donde no ha estado nunca, y la playa de Arrigunaga y el caserío de los Baskardo de Sugarkea...
Yo también he soñado con Getxo estos días, y con Tuilla, y ahora que ya he vuelto del viaje pero aún no se me ha quitado el verde de los ojos, escribo esta columna con una sonrisa, no solo por haber conocido a alguien que algunas noches conversa en sueños con Roque Altube, sino porque estoy convencida de que la casa de María y Javier se parece un poco a Walden. Al de Pinilla, no al de Thoreau.
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