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Las mujeres tenían las botellas.
Salían a la calle por las tardes, entre la siesta y el rosario, cada una con una banqueta, o con ... sillas bajas que sacaban de los portales, y con sus botellas de madera. Así, sentadas en corro o en media luna, como cuando se preparaban los tomates para embotar o se pelaban los pimientos, se pasaban las tardes, tejiendo las mallas de alambre dorado de las botellas de vino. Cada semana otra mujer venía a recogerles la labor y se llevaba las mallas a la bodega, que les pagaba a peseta la docena.
Era todo tan rápido que había que poner atención para no perder detalle. Lo primero, poner las botellas entre las rodillas, o encajarlas en el hueco que tenían las banquetas, y llenar los agujeros con los taquitos de madera. En cuanto estaban todos puestos, las mujeres colocaban en el cuello de la botellas un copete de hebras de alambre y echaban a volar los dedos. A toda velocidad, como si hicieran encaje de bolillos, las mujeres iban trenzado las hebras siguiendo la guía de los taquitos, tres vueltas en cada uno y estirar, tres vueltas y estirar, y el copete de hilos se iba diluyendo al tiempo que crecía sobre la madera una colmena de rombos dorados, finísimos, con la forma de la botella. Para los vinos buenos, nos explicaban las mujeres a los chiquillos cuando preguntábamos, aunque querían decir caros. Para los que se vendían en las tiendas, con etiquetas de colores y letras doradas, no como los que se bebían en las casas de la calle donde vivían ellas, donde vivían mis abuelos, que venían en botellas verdes que se llenaban en las bodegas del pueblo.
A veces, para que no les diéramos guerra, las mujeres nos dejaban a nosotros desmontar los taquitos y sacar las mallas del molde para luego posarlas, ya terminadas, en el balde que iban llenando poco a poco.
Mientras trabajaban, las mujeres de las botellas se contaban unas a otras las novedades, las bodas, los bautizos, las cosas que pasaban en el pueblo, las cosas que pasaba en el mundo… pero nunca dejaban de trenzar los alambres.
Nosotros, que bajábamos a la calle a jugar en cuanto terminaba 'El coche fantástico', revoloteábamos alrededor de las mujeres algunas tardes o nos sentábamos con ellas a verlas trabajar y, aunque por entonces nos costaba estarnos quietos en ningún sitio, allí podíamos pasarnos horas enteras, escuchando las historias que se contaban las mujeres de las botellas y contemplando aquella labor delicada y vertiginosa que nosotros observábamos en silencio, con la boca abierta, tan ensimismados como cuando salpicábamos gotas de agua sobre la chapa de la cocina para verlas saltar o mirábamos la lumbre o los remolinos del río.
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