La grabación, que tiene el aire vertiginoso y frágil de las películas antiguas, apenas dura unos segundos. Dos hombres trajeados conversan animadamente en una calle ... de París. Uno fuma. El otro lleva boina en lugar de sombrero y, sonriendo tímidamente, mira a la cámara de reojo. Lo reconozco enseguida, aunque, hasta ahora, solo lo había visto en fotografías: es el escultor riojano Daniel González.
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En 1925, cuando se instalaron en Montmartre, Madeleine y Robert Perrier eran jóvenes, ricos y modernos; tan ricos y tan modernos como para tener una cámara de cinematógrafo. Con ella inmortalizaron a los amigos que visitaban cada noche su recién estrenado apartamento de la rue Norvins. Amantes del arte, de la música y de las fiestas, los Perrier convirtieron su casa en un icono de la vanguardia. La pintora Sonia Delaunay se encargó de la decoración; Le Corbusier, que se había ocupado de la reforma, diseñó la magnífica escalera que se convirtió en una de sus señas de identidad.
En una fotografía de la época, tomada por la artista de la Bauhaus Florence Henri, Madeleine posa sentada en esa escalera, ojeando un libro. Tras ella, en la pared blanca, se ve un dibujo a carboncillo en el que se distinguen árboles y cables telefónicos. Recuerda un poco a Mondrian, pero con un aire distinto, más humano. En el piso de abajo, de suelo ajedrezado, Robert toca el piano. Tras él, otra imagen: un gran dibujo de Jacotte, la hija del matrimonio. Ambos cuadros, los únicos que aparecen en la fotografía, eran obras de Daniel González.
Como Florence Henri y tantos otros, el escultor riojano también perteneció a la peculiar élite artística, intelectual y social que rodeó a los Perrier. Y, gracias a aquella niña del retrato, conservamos hoy en día el recuerdo de esos días parisinos, pues fue Jacotte Perrier quien custodió el fabuloso archivo familiar y quien conservó cientos de partituras, fotografías, cartas... y los rollos de película con las grabaciones de la cámara de sus padres, que hace poco salieron a la luz de la mano del Musée d' Arts de Nantes.
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En aquellos años, París no solo era una fiesta que nunca terminaba, también era el corazón cultural y artístico de Europa.
Allí, Daniel vivió su momento de mayor esplendor, acogido por una ciudad que celebró sus éxitos y propició encargos como los bustos de Gonzalo de Berceo y el Marqués de la Ensenada, que se exhibieron en la Exposición Iberoamericana de 1929.
Aquí, su primera muestra se organizó en 1930, en el Ateneo logroñés. Quienes lo visitaron esos días pudieron contemplar obras como 'Autorretrato' o 'La Italiana', piezas que, al año siguiente, se exhibirían en el Atelier Perrier, en la famosa exposición que consagró definitivamente al escultor deslumbrando a la sociedad parisina de entreguerras y conectando La Rioja con las vanguardias del siglo XX.
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