Mañana va a venir al bar un hombre con un caballo con más ojos que días tiene el año». Nos lo decían los viejos que ... estaban echando la partida, cuando entrábamos a comprar pipas o pepinillos o a buscar al abuelo de alguno. Que con más ojos que días, el caballo, nos decían, un poco por tomarnos el pelo y otro poco, seguro, porque les gustaba vernos en la cara aquel asombro que ya se les había gastado a ellos. El caso era que marchábamos de allí con la bolsa de pipas o con el pepinillo pinchado en un palillo y convencidos de que al día siguiente llegaba el caballo. Y nosotros queríamos verlo, claro.
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Lo esperábamos en la plaza, aunque a veces mandábamos a alguno de los pequeños bajar a la carretera para que diera aviso en cuanto apareciera y que no nos pillara desprevenidos. Lo esperábamos como esperábamos a que salieran los cabezudos en las fiestas, eso ya lo conté una vez, preparados para marchar corriendo, siempre con un poco de miedo, con una mezcla de emoción y zozobra, porque vete tú a saber, el caballo. Porque a ver cómo podía ser aquello. Y nos lo imaginábamos gigante, enorme. Mucho más grande que esos otros, los de las patas finas, que salían en las películas de mosqueteros, y más que los machos que tiraban mansamente de los carros del pueblo, los pocos que quedaban entonces, que eran fuertes como elefantes y no se quejaban nunca de nada y hasta se dejaban tocar el lomo. Más grande aún que los machos, pensábamos nosotros, y nos lo imaginábamos colosal y salvaje, lleno de ojos, allá en la plaza. Así que ese día hacíamos guardia. Y como no venía por la mañana, volvíamos después de comer. Y nos pelábamos de frío, esperando al caballo. Y hacíamos cábalas, preguntándonos si tendría dueño, porque a ver de quién podía ser aquel animal fabuloso, si de alguien de allí, aunque nos extrañaba no haberlo visto nunca, o si de otro pueblo, o a lo mejor de los feriantes, de los que traían las camas elásticas y las sillas voladoras, aunque eso nos extrañaba también porque solo venían en verano.
El caso es que el caballo no llegaba. Y poco a poco nos iban llamando a casa, porque ya era Nochevieja y había que ir a cenar y acabábamos marchando todos. Y nos quedábamos con las ganas.
Luego, entre la cena y las uvas, y la emoción de que, por una vez, nos dejaran trasnochar y ver un rato aquellos programas tan largos que ponían en la tele, se nos olvidaba un poco el disgusto. Pero yo volvía a acordarme del caballo de los mil ojos al meterme a la cama. Y antes de dormirme, me lo imaginaba, colosal y salvaje, en medio de la plaza del pueblo, y pensaba que qué mala suerte habérnoslo perdido, y que ojalá volviera. A lo mejor, pensaba, el año que viene.
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