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El museo tiene algo de laberinto, solo que aquí no importa perderse. Ni deambular de sala en sala la tarde entera, sin preocuparse del tiempo. ... Ni caminar sin hilo. Y menos si el recorrido termina frente al mar.
El cuadro, de Sorolla, se titula 'Enganchando la barca', y retrata el final de una jornada de pesca, el momento en que una pareja de bueyes entra en el agua en busca de la barca que han de arrastrar hasta la orilla. En la versión del museo de Oviedo, más pequeña que la del D'Orsay, los bueyes están de espaldas, igual que el hombre que sujeta la cadena con que los atará a la barca.
Aquí, el azul y el dorado de las marinas de Sorolla se han transformado en una luz blanca, brillante y cegadora, que junta el cielo con el agua. Y no se oyen las risas de los niños que corren por la playa, sino los mugidos de la yubada, la respiración acelerada del hombre que se ha encaramado sobre el yugo e hinca la rodilla en el cuello de uno de los bueyes para dirigirlo hacia la embarcación, la cadena de hierro que hay que enganchar en la argolla para que la barca pueda volver a tierra y los hombres a casa.
Se oye el mar, deshaciéndose en espumas, y se percibe la tensión de los animales que, con cada paso, clavan las patas en la arena con una única voluntad inquebrantable. Que no los arrastren las olas, que no se los lleven mar adentro. ¿Tendrán miedo del agua? ¿Sabrán nadar los bueyes de los cuadros?
Al verlos, me viene a la cabeza una fotografía de Jorge Palomo Durán que vimos hace unos meses en la sala Amós Salvador y que es casi un espejo de la pintura de Sorolla. En ella, hombres y bestias también avanzaban como si fueran uno. También se oía el agua, solo que era la del Ebro, y, por encima del constante rumor del río, los gritos con los que los hombres arreaban a los animales en una lengua que únicamente entendían ellos. Podrían ser los bueyes de Sorolla, solo que aquellos no conocían el mar. Pero también sabían caminar por el agua. Y arrastrar piedras, y juntar arena, y amontonar cascajo para que no se hundiera el suelo donde había que levantar el puente.
En la imagen de Palomo Durán, como en tantas de sus fotografías, tampoco estaban las risas ni la algarabía ociosa de los bañistas, sino el cansancio del trabajo, el metal, las cuerdas, las voces que exigían empujar con más brío...
Unos pasos nos devuelven de golpe a la sala del museo. El guardia nos avisa de que están a punto de cerrar y, con un gesto, nos invita a salir. Nosotros, un poco a regañadientes, nos alejamos del mar y del esfuerzo de los bueyes, que quedan allí, luchando contra el empuje de las olas. Pero, aunque los dejemos atrás, en nuestros oídos siguen resonando los ecos del agua encabritada del río, el rumor del mar, que no descansa nunca.
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