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Los sanmateos de antes siempre eran en sábado. Por lo menos, eso me parecía a mí. Como mucho en domingo, si es que ese año, ... por lo que fuera, cambiaba el día elegido para bajar a Logroño.
Se me hace curioso que, cuando me pidieron en el periódico que escribiera un texto sobre San Mateo, lo primero que me vino a la cabeza no fueron las amigas, ni las noches largas, ni los días cortos, sino aquellos años lejanos, lejanísimos, en los que, aunque no viviéramos aquí, los padres, con paciencia infinita de padres, nos traían a los hijos a Logroño, a las fiestas, y todo sanmateo pasaba en un día.
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Sospecho que, con los recuerdos de antes, a todo el mundo le pasa algo parecido: hay cosas que nos han contado tantas veces que ya no sabemos si las recordamos de verdad o no. Por ejemplo, los primeros viajes en la escalera automática de Simago, que solo valía para subir; o aquella zapatería que tenía un tobogán dentro, o la primera vez que me llevaron al circo, o los gritos que le pegaba a Gorgorito cada sanmateo. Y eso que a mí Gorgorito... Pero aun así, me veo allí, de pie en primera fila, de pie, para que me hiciera más caso, claro, gritando como todos los niños del mundo, desgañitándome frente al guiñol, como todos los niños del mundo, para que no ganara la bruja, pobre bruja, que no ganaba nunca y que no daba nada de miedo. No como el Tragantúa que, de buenas a primeras, sí que daba. Aunque fuera solo un poco y fuera parecido al miedo que después nos darían los cabezudos, no los de aquí, claro, a los que habíamos visto pocas veces pero que nos parecían sosos porque no sabían más que saludar y bailar en el desfile, sino los de verdad, Napoleón, la Bruja, el Barbas, los de allá, que te perseguían por todo el pueblo y no se rendían hasta que te escondías detrás de un coche o en algún portal donde no podían entrar porque por la puerta no les cabía la cabeza. El caso es que el Tragantúa también tenía una cabeza bien grande y una bocaza de comeniños por la que había que lanzarse a ciegas y que, eso también lo recuerdo, nos intranquilizaba un poco, por lo menos al principio, por mucho que supiéramos que luego nos iba a cagar.
Así que Gorgorito, Tragantúa, el vermú (nosotros, mosto), el pincho de tortilla, el helado de cucurucho, el paseo por el centro, los músicos ambulantes, que volvían todos los años; la terraza, ¿cuándo nos vamos?, el señor que vendía barquillos, la señora que vendía petardos, bombetas, indios y vaqueros de plástico, pomperos, paracaidistas, patatas, gominolas; otra terraza ¿nos vamos ya?, el paso de las charangas, que siempre te pillaba desprevenido; el camino hasta la feria y luego, algunas veces, si hacía buena noche, los fuegos artificiales. Todo en un día, eso sí.
Cuando me pidieron que escribiera un texto sobre las fiestas de San Mateo, lo que me vino a la cabeza fue un revoltijo de primeros recuerdos. Me hizo gracia que me llegaran así, atropellados y en desorden, y que casi todos me llevaran a la feria. Así que, por curiosidad, y porque los míos me sabían a poco, les pregunté a otros, de aquí y de allá, cuáles eran sus primeros recuerdos de las fiestas.
Y resultó que casi todos los llevaban a la feria.
Al vértigo de la noria, a las sillas voladoras, al coco que vendían en las churrerías, a aquellos pepinillos gigantes, enormes, que solo se veían allí; a la vez que tocó el premio de la tómbola pero resultó que era una tartera, a los ratones chinos o los conejos chinos, o lo que fueran, a la sirena de los autos de choque, al tren de la bruja, a la barca vikinga, a que a mí me daba miedo, a aquellos pobres ponis, que a mí me daban pena, a los patitos amarillos, que se pescaban con una caña, al siempretoca, que tenía los premios atados a cordeles de los que había que tirar, a la ficha de colores bien prieta en el puño, no se me fuera a perder, no se me fuera a caer al suelo antes de que pasara el señor a recogerla...
Todo en un día, eso sí. Algunos años, todo en una tarde.
Y, en medio de aquel barullo, de aquella fantasía de músicas y de luces de colores, otro primer recuerdo, los vendedores de globos, con sus bombonas de helio y sus racimos de dartacanes, corazones, patosdonald, calabazas, willyfogs, plutos y mikimaus... A nosotros nos gustaba elegir los favoritos, tú ¿cuál te pides?, aunque luego no nos los comprábamos nunca, porque eran caros los globos y se acababan pronto, ya lo veíamos, que enseguida se te deshinchaban o se te escapaban de las manos, así que nosotros los mirábamos un rato y luego dábamos media vuelta, porque siempre preferíamos otro viaje en el pulpo o en el tren de la bruja.
Y daban igual las horas que pasáramos allí, a nosotros se nos hacía cortísimo y enseguida era de noche y había que marchar.
Y aunque puede que ya sospechábamos que a los demás aún les quedaban algunos días por delante y que en Logroño no empezaba de verdad el otoño hasta la mañana en la que desmontaban feria y los feriantes se iban con la música a otra parte, nosotros nos despedíamos del verano y de las fiestas en la última vuelta de la noria. Y, de camino al aparcamiento, nos caíamos de sueño; y a veces volvíamos jugueteando con un llavero o con un peluche diminuto que no traíamos antes, que pronto acababan, claro, en el bolso de mi madre; y, aunque nos quedábamos dormidos en el coche, al día siguiente siempre nos despertábamos en nuestras camas y con el pijama puesto.
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