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En el estreno de Ubú Rey en París, 1986, al decir, el grotesco personaje Ubú, la primera palabra del libreto: «merdre», se organizó tal escándalo ... en la sala que el teatro ya nunca volvió a ser igual, hasta el punto de que hoy cabe casi todo en la escena.
La primera vez que subí a un escenario, no hablé, pues no tenía papel, sólo llevaba una pancarta y bajaba al patio de butacas a provocar al espectador. Eso de provocar a los asistentes estaba en boga en aquella época; asistí a una representación, titulada 'Insultos al Público', pero no aguanté hasta el final porque los insultos estaban yendo demasiado lejos. Me entusiasmaban aquellos espectaculares montajes madrileños, en la agonía de la dictadura, a los que yo acudía con los amigos a la 'clap', es decir entrábamos casi gratis, con la condición de aplaudir cuando nos lo indicaban. Cuento todo esto para resaltar que en el teatro no hay un canon muy estricto y cabe casi todo. Valga mi propia paradoja de que, con aquellos comienzos, he acabado escribiendo, para mi grupo de teatro aficionado, comedias intrascendentes, sin apenas montaje y con sólo texto y actores. Todo cabe junto a las candilejas y el tinglado de la vieja farsa. Hasta las contradicciones: uno puede amar las vanguardias, pero molestarle las exitosas versiones de los clásicos, vacías de atrezzo y vestuario, en las que no «suena» el verso.
Es cierto que el teatro en general y, especialmente, los actores no han tenido buena prensa; recordemos el refrán: «Músicos, actores y comediantes, quítamelos de delante»; o la frase de Groucho Marx: «He disfrutado mucho con esta obra, sobre todo en el descanso».
Reconozco que adormecí mi pasión por las candilejas durante una temporada, pero el teatro siempre vuelve y lo hace con su carácter salvador. Si el público fuera consciente de todo aquello de lo que le salva el teatro, abarrotaría las salas, llenando las funciones de los cómicos. El teatro nos salva de muchos hircocervos y estados ansiosos: nos salva de la tristeza que envuelve la mortandad creciente de la tarde; del egoísmo, incubado en soledad; de la melancolía, inducida por relacionarse poco; de la pesadumbre y amargura de quienes han olvidado la risa; de la hipnótica y perturbadora adicción a las nuevas pantallas; de...; y, sobre todo nos salva del aburrimiento. Aunque es conveniente que los autores no olviden la frase de Jardiel Poncela: «El teatro es un gran medio de educar al público; pero el que hace un teatro educativo, se encuentra siempre sin público al que educar». Y también se ha de saber que ni el teatro ni el cine admiten doctrina en directo, ha de hacerse de manera subliminal, sin que se note. Ignorar esta evidencia, ha expulsado de las salas, sobre todo de cine español, a muchos espectadores. Alguna vez también a mí.
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