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El Gobierno está sobrevalorado. Así, en su totalidad. El concepto de Gobierno está sobrevalorado. Hay casos recientes en el ecosistema político planetario que avalan esta idea: véase el ejemplo de Bélgica, ese hervidero con vocación de Estado. Hasta 541 días estuvieron flamencos y valones sin ... nadie al mando. Y sobrevivieron. Como sobrevivieron con sus presidentes autonómicos en funciones los españoles que habitan en Cataluña (con perdón) y en Andalucía. Como sobrevivió el conjunto de España durante la complicada formación del Gobierno de Rajoy I y Rajoy II. Igual que resisten ahora los administrados riojanos, por partida doble: la interinidad de Pedro Sánchez en Moncloa se ha solapado con otra provisionalidad semejante, la de José Ignacio Ceniceros. Claro que al presidente del Gobierno de España (y ganador por cierto de las elecciones de abril) no se le ocurrió ocupar un sitio en la Mesa del Congreso como hizo su par riojano, perdedor por cierto en mayo. De donde se deduce que el nivel de resistencia de un riojano a las ocurrencias de sus líderes es superior al de quien sólo es español. La Rioja, mejor que la media.
Volvamos al caso de España. En 2015, el proceso de nombramiento de presidente duró ocho meses y acabó con una investidura fallida. Hubo que repetir las elecciones y esperar otros 96 días para que Rajoy fuese presidente. ¿Resumen? Que ante todo, mucha calma. Las prisas también están sobrevaloradas.
Sobre todo ahora en que el ser humano contemporáneo propende al vértigo, antesala del histerismo, ese espacio donde las decisiones suelen tender al error. Es preferible la majestuosa y paquidérmica lentitud que distinguía a nuestros abuelos, capaces de enredarse en batallas como aquella tan longeva, la Guerra de Cien Años, y salir limpiamente de semejantes melés que hoy nos parecen imposibles de arreglar. La denostada Transición, por ejemplo. Un desiderátum para la clase política actual, incapaz de pactos que son por el contrario moneda común en el orbe civilizado. Frente al galimatías presente, en apenas un lustro, los antepasados de Sánchez, Iglesias y demás infausta compañía dieron una lección a sus nietos. Desmontaron el franquismo y abrazaron la democracia, metiendo de paso a España en Europa. Tal vez porque aunque sus analógicos movimientos parezcan lentos en la era digital, en realidad sólo eran sensatos. Alumnos aplicados que empleaban bien el tiempo y odiaban tener que repetir curso en septiembre.
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