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Ni periodista, ni articulista; eres columnista». Me decía el mensaje de un lector. Columnista es una palabra preciosa de la que escuché hablar a un arquitecto, que hablaba de las columnas con una especial hondura, como si el mismo estuviera acogido a su infinito sostén. ... Creo haber confesado, que hace años compraba un periódico los sábados, únicamente para leer a un hombre que me enchufaba a la evocación desde su primera frase. En aquel entonces pensaba que tenía que ser maravilloso tener un espacio donde poner boca abajo las palabras y convertirlas en un barco que enfila la bocana del puerto para ir mar adentro y ahora, aquí estoy intentando cobijar las palabras como lo hacía mi admirado columnista.
Hay compañeros que tienen la herramienta de la inteligencia artificial en su ordenador y que, cada vez con más frecuencia, le entregan a la tecnología el poder de confeccionar sus relatos, luego, ponen su toque, corrigen y hasta le insuflan un poco de aire contaminado de humanidad, pero un columnista no puede, o no debe hacer eso. Dejaría de respirar el tiempo de vida de su autor, sus flaquezas y rebeliones, sus filias, sus fobias y su compromiso. La inteligencia artificial es políticamente correcta, no está hecha para cometer esos errores que solo detectamos los humanos.
Todo esto viene a que hace poco una bienintencionada amiga me hizo una demostración de lo que los tiempos presentes y futuros nos trae al mundo de la escritura. Ella introdujo una serie de premisas en su petición y tuvo el descaro de pedirle a su aplicación que construyera un artículo con mi estilo sobre un tema concreto. Un botón y bastaron unos segundos para que nos entregara un texto. Reconozco que tenía cosas mías, pero era como los parecidos físicos de un padre y un hijo que ha heredado los genes de su madre. Había palabras que acostumbro a utilizar, las frases se habían construido de forma similar pero no tenía alma, carecía de musicalidad y tampoco percibí esos errores que a veces cometo. Percibí el peligro de suplantación, pero no era yo lo cual, me produjo un extraordinario alivio.
El periodismo, al que muchos creían enfermo, comienza a dar muestras de ser necesario, casi indispensable. Los que somos leales a los principios deontológicos de la profesión sabemos que no podemos conformarnos con Google y que hay que consultar tres o cuatro fuentes para extraer la esencia de una noticia. El lenguaje acuñado durante una vida no engaña, más bien abre las puertas de la opinión, así que gracias a esos lectores que me dicen que buscan esta columna.
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