La cartera
En Ucrania los empleados postales llegan con antibalas a las zonas más castigadas
Elena Moreno Scheredre
Viernes, 12 de julio 2024, 00:19
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Elena Moreno Scheredre
Viernes, 12 de julio 2024, 00:19
Antes conocía a mi cartera. Sabía su nombre, que era de Granada y que le gustaba leer. Yo le preguntaba por su artritis y ella se interesaba por mis novelas. En la intimidad del descansillo apretaba el botón de la luz varias veces mientras le ... contaba el argumento. La mujer se jubiló. Ahora, la que le ha reemplazado es un sargento malencarado que sabe que trabajo en casa y siempre toca mi timbre aunque no haya correo para mí. No me gusta. Es ceñuda, áspera y parece gozar cuando trae multas. Entre ella y yo hay una contienda silenciosa que me incomoda.
Los carteros siempre han tenido una buena imagen, no solo porque llamen dos veces o sean parientes de Neruda, sino porque sus bolsas, al menos antes, estaban llenas de mensajes desconocidos. En Ucrania, desde la invasión rusa, la luz no es una garantía pues los rusos las destruyen a su paso para aislar a los ciudadanos, así que la comunicación no es fácil. La empresa pública de correos, la Ukrposhta, tiene una misión casi de avanzadilla en los territorios que el Ejército libera.
Ellos son los primeros en entrar para pagar las pensiones en moneda ucraniana, grivna, y sustituir los rublos, la moneda rusa, para recuperar la identidad del pequeño comercio. Ellos llevan las noticias, el correo y las medicinas jugándose literalmente la vida. Acceden con pequeñas camionetas y chalecos antibalas a las plazas de pueblos destrozados en las zonas más castigadas. Viajan de noche y casi todas son mujeres. A veces son recibidas como si llegara un profeta y otras son ellas las que se abren paso hasta sótanos donde la población subsiste atemorizada.
Quedan pocos carteros que se arriesguen a morir y por eso la red postal recluta voluntarios que sean la unión con la esperanza que necesitan los ciudadanos aislados. Uno de ellos, en una entrevista, contaba que lo que más le costaba era responder a las preguntas que le hacían los pocos habitantes que encontraba. «¿Vamos a ganar la guerra?».
Mi cartera, la borde, no serviría para una situación de emergencia. Para eso hace falta una pasta especial. No sabría contarles a esos ucranianos sin vida que en parte dependen de que la población estadounidense no vote a un loco que se enfrenta a un enfermo de edad avanzada, o de que en Francia se desplome el espíritu social de la République, o de que en Bruselas decidan que no podrán sujetar eternamente el presupuesto armamentístico para que el hombre de hielo parta peras con el loco y la fiesta se llene de colores espectrales. En Ucrania, el cartero no llama dos veces.
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