Cada 31 de diciembre, mi hermana me regala una agenda bonita y pequeña donde anoto, cuando me acuerdo, las citas ineludibles, los teléfonos que me interesan y las palabras y frases que llaman mi atención y que convertiré más tarde en ficción. Las primeras páginas ... casi siempre están llenas de información sobre llamadas pendientes, libros que debo buscar en la biblioteca o amigos a los que quiero dedicarles más tiempo. Esas páginas están saturadas de propósitos escritos con letra apretada y subrayados, ocupando márgenes y sin un bendito blanco; el blanco es el silencio, el olvido de lo cotidiano, de la prisa y el deber.

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Antes de empezar miro si tengo anotada alguna cosa interesante y veo las páginas que he dejado en blanco, las palabras y los anuncios de todas las cosas que no encontraron su lugar, su cita, su encuentro en el año que acaba de finalizar. La agenda en realidad no es demasiado útil, hay muchas páginas vacías que no significan exactamente días perdidos sino quizás un abandono de una rutina que no quiero dar por sentado. Mi móvil funciona mejor en materia de alertas, direcciones o referencias, pero representa mi obstinación analógica de no dejar en manos de la tecnología la totalidad de mi vida. 'Llamar a Ana', 'tintorería', 'devolver zapatos', 'pilates', 'biblioteca'...

Mi agenda pesa, pero la traslado de un lado a otro en mi bolso, como si tuviera la misma importancia que las llaves o la cartera. A veces no puedo anotar nada porque he olvidado el bolígrafo e, igual que es difícil encontrar alguien que te dé la hora desde su reloj, resulta complicado encontrar a quien transporte algo para escribir. Yo no encripto mis anotaciones, no sabría y además tienen ese toque banal de lo cotidiano, pero hay palabras que solo entiendo yo y que despiertan de forma inmediata un recuerdo. Las conservo desde hace unos quince años, cuando entendí que la tecnología no tenía marcha atrás y que iba a encargarse, como un mayordomo, de mantener a raya el territorio que habito.

Este año, como en los últimos, he vuelto a plantearme la idea de si debería abandonar mi costumbre de agendar los trocitos de realidad que forman mi vida, pero algo en mi interior no puede renunciar a la grafía de las palabras. He vuelto a acariciar el lomo labrado con los números, 2025, en volumen y he puesto la cinta de registro o marcapáginas en el día en el que escribo la primera columna de este año que lleva en sus tripas el secreto de la vida que no puede anotarse en una agenda.

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