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En el Reino de España asistimos a una insólita campaña de acoso y derribo contra la monarquía en general y Felipe VI en particular, encabezada por un partido que cogobierna el país con ministros que prometieron respetar una Constitución, cuyo artículo 1 reza: «La forma ... política del Estado español es la monarquía parlamentaria», y que fue aprobada por el 91,81% de los votos emitidos en el referéndum del 6 de diciembre de 1978.
Olvidándolo, el principal argumento en contra de la figura del rey como jefe del Estado es tan torpe, cerril y falaz como quienes lo esgrimen: al no haberlo elegido nadie con su voto para el cargo, como sí a ellos, Felipe VI carece de legitimidad democrática. Los Iglesias, Garzón y Echenique lo sueltan cada vez con más frecuencia y descaro, tratando de erosionar la institución con el apoyo de los rebeldes secesionistas y la inestimable ayudita del rey emérito, antiguo héroe de la democracia española devenido en villano por ese encoñamiento borbónico tan hereditario como la corona.
A estos lobos totalitarios con piel de cordero posdemocrático, que se arrogan la exclusiva legitimidad representativa del pueblo español –«la gente», en su argot populista–, les recordaría, en primer lugar, que no es oro democrático todo lo que reluce en las urnas: hasta Adolf Hitler ganó en 1932 las elecciones limpias que otorgaron el poder al Partido Nazi. El padre de la Constitución estadounidense James Madison escribió en 1788 que había que elegir como gobernantes a quienes poseyeran «mayor sabiduría para discernir y más virtud para procurar el bien público». No parece que encajen en este perfil mandamases tan elegidos como Donald Trump, Viktor Orbán, Nicolás Maduro o Pedro Sánchez, por ejemplos.
Además, en las últimas elecciones generales Unidas Podemos cosechó el 13% de los votos, lo cual, con un 34% de abstención, significa que sólo el 8,4% de los españoles con derecho a voto los eligieron. Esa, y no más, es su gente. Y si la democracia se mide por el número de votos, los de Vox obtuvieron medio millón más que ellos, así que podrán decir que son más democráticos, ya que representan a más «gente».
Es admisible y lícito que, por vía legal, algunos pretendan derogar la Constitución de 1978, instaurar la III República o convertir su terruño en estado soberano, pero no que lo intenten mientras desempeñan un puesto de altísimo funcionario del Estado que les nombra, paga, privilegia e inmuniza ante la ley ordinaria cuando lo atacan con tan indecente deslealtad. Eso es de bellacos, malandrines, follones y fementidos traidores y, al igual que el antiguo romano, el Estado español no debería pagar a traidores, por elegidos que hayan sido. Pero qué esperar si, como el absolutísimo Luis XIV, el Estado son ellos. Los intocables elegidos.
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