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El equilibrio internacional –ya se ha comprobado a lo largo de esta 'noche' electoral, que lleva ya durando varios días, con sus noches– consiste en que EE UU viene, desde siempre, desconociendo casi todo sobre nosotros y que nosotros –el resto del planeta, estrella número ... 51 de su bandera– conocemos, al dedillo, cuántos delegados corresponden a cada uno de sus Estados, de cuántos condados está formado cada Estado, la calle donde se encuentra, por ejemplo, la sede de la oficina del sheriff de Maricopa –cuya pertenencia a Arizona nos consta desde la Escuela Primaria– y cómo se llama la suegra del sheriff, y qué va a poner este año cómo guarnición en el pavo de Acción de Gracias, si puré de castañas o de boniato (suben las apuestas por el de boniato). Podríamos, cualquiera de nosotros, españoles, dar un cursillo sobre cuánta gente de cada Estado americano vota en cada uno de ellos, sobre su intención de voto y, sin margen de error, si lo han hecho, en cada caso, presencialmente o por correo. Y por qué razón. Y seguir sus históricos de votante. Y su favoritos en la Super Bowl (la del fútbol, no ésta de los votos). Somos, si nos ponemos a pensar en ello, el resto del mundo los que estamos verdaderamente realizando el recuento de los votos. Que nos pregunten, que nos pregunten los del Supremo, el suyo, por los resultados de la mesa 23 de Scranton a eso de las, no sé, las 23.30 hs. del viernes, quinta noche de la noche electoral. Pero podría referirme a cualquier otro punto, de costa a costa. ¿Scranton? ¡Pero hombre!, si aquí entra en la EBAU: noroeste del Estado de Pensilvania (sobre la que sabemos absolutamente todo), 77.182 habitantes, sus códigos postales van del 18847 al 18577, tienen una alcaldesa que se llama Paige Cognetii y a la hora en que escribo esto, la temperatura en Scranton es de 6 grados. Pero vamos, ya digo, que esto lo sabe un niño de Aldeapinos de Sotomayor. Y si no fuera porque ahora mismo estamos sin bares, en los cafés de media mañana no habría habido otro de tema de conversación durante la semana; y hasta puede que se hubiera alzado alguna voz –ya a la altura de segunda ronda de vinos– pidiendo detener el recuento de votos en Carson City; que se podía haber armado la del Saloon de ¡Bienvenido Mr. Marshall! El equilibrio consiste en que en los platos de los informativos y tertulias de nuestras televisiones, ya sean locales, autonómicas, la nacional o las piratas, ondean de fondo estos días (con sus vigilias electorales, claro) más banderas de Estados Unidos que en los platos de la Fox, o en los de la NBC. Y que nuestros tertulianos, esforzándose en mantener los párpados abiertos, hacen gaupasa sacrificándose al sueño... americano. ¿Se imaginan que, a la inversa, la CNN hubiera mantenido tres corresponsales en, pongamos, la comarca del Bierzo, en las últimas Generales españolas para informar al momento del margen de diferencia de previsión de voto entre Valdeorras y Laciana; o que Jimmy Fallon entrevistara en su programa a algún observador internacional que explicara, en tiempo real, la tendencia de voto en todo el bajo Aragón; o que Wall Sreet esperara a cerrar hasta conocerse los resultados de L'Hospitalet de Llobregat; o si corriera una porra de 20 millones de dólares a favor de Sánchez o de Casado? Esto, en cuanto a lo del equilibrio. En cuanto a lo de la veteranía democrática de EE UU, la cosa no puede ser tampoco más asimétrica, cuando no paradójica. Mientras que en el interior de los colegios electorales, en aras de la pulcritud del proceso, el protocolo del voto supone poco menos que pasar un examen para piloto de transbordador espacial, en su exterior, los partidarios de uno de los candidatos, esperan con rifles al hombro un resultado adverso. Que, en fin, cómo el menos malo de los sistemas políticos (Churchill dixit) pudo elegir al peor de los presidentes. Aún peor: a alguien que no está dispuesto a dejar de serlo. Y luego, hablamos aquí de gobiernos frankenstein. Veo ahora House of cards y me parece La casa de la pradera.
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