Hay días en los que no tienes nada que decir. Días en los que, para aguantar, para aguantarte, te agarras al silencio, achantas la mui y solo la abres para pedir una barra de pan integral. O eso es lo que tú quisieras porque, al ... final, tienes que darle a la lengua y a la tecla. No se respeta el silencio en una iglesia, que ni Dios puede mantenernos callados, se va a respetar en tu vida. Vamos, anda.

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Siguen llegando los correos, insolentes; sigues teniendo que responder, apática. Pero, a mitad de la lectura de uno de ellos, te ríes. Refiriéndose a un conocido, alguien ha escrito «ya sabes, egos grandes, penes pequeños», y no, no lo sabes porque no has hecho un estudio de campo sobre el tema, que muescas en el revólver tienes pocas, pero te da en la nariz que es cierto. Y te acuerdas de aquel libro de Juan Cruz, 'Egos revueltos', qué titulazo, que recoge multitud de anécdotas sobre la trastienda de la cultura y la tontería de los escritores. La de Ernesto Sábato, por ejemplo, del que cuentan que, mientras asistía a una cena con otros colegas, al cabo de un rato empezó a circular un papelito entre ellos. El papelito, escrito por la primera mujer de Sábato, decía: «Hace media hora que hablan, no han dicho nada de Ernesto y él se está deprimiendo». Independientemente del tamaño del pene de Sábato, lo que está claro es que se le arrugaba en cuanto él no era el centro de la conversación.

Y es entonces, al reírte del correo de tu colega y del argentino que se amohína porque no le hacen caso, cuando te das cuenta de qué tú también has desayunado tu propio ego revuelto. Y de dos yemas: tan vanidosa eres que creías que el mundo se iba a quedar en silencio para respetar el tuyo. Y eso que tú no tienes pene.

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