Últimamente me ha dado por pensar -y baso este pensamiento en las evidencias que aporta el discurso de la (ultra)derecha española respecto a la violencia machista y los derechos reproductivos- que las mujeres no podemos decir, sin un ápice de duda o sin cierta ... desconfianza, que seamos dueñas de nuestros cuerpos. Es decir, que tengamos ganados y bien guardados bajo llave los derechos que nos permitan vivir vidas dignas y libres. Hasta hace poco, aunque solo fuera por un breve periodo de tiempo, creí que no nos faltaba tanto para conseguirlo. Hablo en primera persona o, si me permiten, desde un yo generacional -nací en 1974-, cuando digo que algunas habíamos llegado a pensar que el feminismo nos había ayudado a conseguir la ansiada autonomía y libertad: podíamos controlar cuándo y cómo quedarnos embarazadas, interrumpir un embarazo si las circunstancias lo requerían; podíamos llegar incluso a creer que habíamos acabado con el mandato social de la maternidad compulsiva: conozco a varias mujeres de mi edad que no dudamos en declararnos insumisas ante ese mandato -aunque eso no quitara para que se nos mirara como bichos raros y que todavía tengamos que aguantar la impertinente pregunta de por qué la ausencia de hijos-; como muchas otras mujeres, mayores y menores que nosotras, supimos que no íbamos a poder acabar con la violencia machista pero por lo menos nos atrevimos a nombrarla y a denunciarla; tampoco siquiera soñamos con desterrar la violación ni el abuso sexual, no somos mujeres ilusas, pero por lo menos conseguimos desenterrarlos de la intimidad donde se escondían, hacerlos visibles y señalar a la justicia patriarcal que la amparaba, disfrazaba de otra cosa o, peor todavía, culpabilizaba a la víctima. Pero el tiempo pasa y, más que avanzar sobre las bases que parecían tan estables, nos tambaleamos peligrosamente sobre ellas. Tenemos la mala costumbre de creer en el progreso lineal, tal vez porque resulta tranquilizador pensar que la humanidad siempre avanza para bien, pero la realidad -y la historia- demuestran que los derechos y, con ellos, los ideales que estos protegen, son contingentes. Yo nací cuando todavía en este país las mujeres eran consideradas legalmente menores de edad, no tenían derechos reproductivos, el aborto y el adulterio femenino conllevaban penas de cárcel: su cuerpo no les pertenecía. Las leyes franquistas -de esto ya he hablado anteriormente en este espacio- eran particularmente específicas y claras en eso de controlar el cuerpo de las mujeres.
El verano adulto no permite el registro de los acontecimientos de la manera intensa de la edad temprana
Pienso en la importancia de no olvidar de dónde venimos y cuánto nos ha costado esta libertad que ahora veo amenazada a raíz de leer 'Las malas mujeres', de Marilar Aleixandre (Xordica, 2022; título original en gallego 'As malas mulleres', publicado en la Editorial Galaxia en 2021, traducido por la propia autora). Esta novela, ganadora del Premio Nacional de Narrativa de 2021, nos lleva a un contexto histórico en el que algunas figuras singulares, como Concepción Arenal y Juana de Vega, pugnaron por conseguir los primeros derechos para las mujeres, como el derecho a la educación. La novela de Aleixandre nos acerca a estas dos protofeministas en un contexto muy específico: su trabajo con las reclusas de la cárcel de La Galera, en A Coruña, en torno a 1863. A través de un trabajo de investigación exhaustivo, Marilar Aleixandre da vida y voz a Concepción Arenal y Juana de Vega junto a un grupo de presas que caminan entre la ficción y la realidad, como el personaje de Sisca o de la Loba. Completa la narración un 'Coro de las malas mujeres' que denuncian, con sus bellos cantos poéticos, situaciones realmente atroces, abusos y violaciones. En esta novela coral, conmovedora y lúcida, Aleixandre hace hincapié en varias cuestiones relevantes para entender nuestra genealogía feminista y también comprender la continuidad de ciertas luchas, como la del derecho a decidir sobre nuestros cuerpos. Concepción Arenal y Juana de Vega fueron mujeres liberales, extremadamente cultas e inteligentes que sufrieron el escarnio público y la incomprensión, las burlas y la resistencia de las instituciones patriarcales a las que se opusieron, como en el caso concreto de la cárcel de la Galera donde intentaron -Arenal como Visitadora, Vega como voluntaria-, mejorar las condiciones de vida de las presas y darles acceso a una educación y a un oficio que pudiera sacarlas del círculo de miseria al que estaban condenadas. Aleixandre no las idealiza; a través de sus escritos y sus pensamientos asoman sus limitaciones, marcadas en buena medida por su clase social, a la hora de valorar la moralidad de las presas. Son ellas, las presas, quienes más nos conmueven: mujeres pobres que, por mucho que intentan vivir una vida digna no lo consiguen porque no son dueñas de sus cuerpos. Sisca, una joven de apenas quince años de la que se dice que cometió un terrible crimen, pero la lectora solo ve a una niña obediente y bondadosa; la Loba, una mujer que parece hosca y temible, pero que no es más que una víctima de la necesidad y el engaño. Mujeres violadas siendo casi niñas, expulsadas de sus hogares, caen irremediablemente en la prostitución; otras paren hijo tras hijo y recurren a abortos clandestinos; otras roban porque algo tienen que dar de comer a su prole. A través de las vidas de estas mujeres, que se completan con las voces del 'Coro', escritos y cartas de Concepción Arenal, encuentros con Juana de Vega y las otras mujeres voluntarias de La Sociedad de la Magdalena, Aleixandre expone cómo la violencia de la que acusan a las presas no es otra cosa que un síntoma de las propias leyes morales que las condenan: la maternidad compulsiva, la falta de acceso a la educación, la imposibilidad de movilidad social y la miseria como único horizonte.
Las buenas novelas históricas lo son no tanto porque nos expliquen el pasado, sino porque nos iluminan el presente desde él. 'Las malas mujeres' hace precisamente eso. Lo que en ella se cuenta puede parecer lejano y, sin embargo, nos recuerda que nuestros cuerpos hasta hace poco no han sido nuestros, que la 'mala mujer' ha sido la víctima de la aplicación tanto de la moral como de las leyes patriarcales. Hoy, la ideología natalista, la defensa de la familia como forma superior de estructuración social, los ataques a los derechos reproductivos, la maternidad como forma ideal de feminidad, son una continuidad, por otros medios, de la guerra por el control del cuerpo de las mujeres. Ni más ni menos.
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