Durante los últimos meses he pasado tiempo estudiando una serie de cartas que intercambiaron varios personajes históricos sobre los que mi pareja y yo estamos escribiendo. Son cartas manuscritas –datan, la mayoría, de los años 30 del siglo XX–, las menos estás mecanografiadas, entre ellas ... también hay algún telegrama. Las cartas a las que me refiero reposan a buen recaudo en un archivo de la Houghton Library de la Universidad de Harvard. Gracias a la generosidad de la institución y el buen hacer de sus bibliotecarios y bibliotecarias, podemos consultarlas sin necesidad de trasladarnos hasta Boston para verlas. Lo único que tenemos que hacer es sumergirnos en el archivo digital, ver la descripción de la caja en la que están guardadas y los nombres de remitentes y destinatarios. Una vez hecha la selección de las cartas que nos interesan, solo hay que darle al botón de «solicitar» y esperar, pacientemente, al aviso que nos informa de que una copia digital nos espera en la nube del archivo. El día que recibimos el primer envío lo celebramos como un suceso maravilloso, casi un milagro.
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A pesar de las comodidades y facilidades que ofrece nuestra era tecnológica y una institución espléndida como la Universidad de Harvard –no es fácil acceder a fondos de este tipo sin pertenecer a una universidad o estar asociada a un centro de investigación, lo digo por experiencia–, mi yo analógico se apena de no poder tocar estas cartas, olfatearlas, mirar con lupa las manchas del papel, los matices de la tinta, los inevitables borrones; temo perder la oportunidad de descubrir secretos y significados que se esconden más allá de las letras, en los espacios supuestamente vacíos de los márgenes, en los pliegues de la cuartilla. Todas estas cartas que contemplo, planas en la pantalla del ordenador, pertenecieron a varios personajes que ahora, después de un proceso intenso de investigación y escritura, se han convertido en gente muy cercana a nosotros, casi en familiares queridos cuyas vidas intentamos conocer –e imaginar– de la manera más profunda posible.
Tal vez por una especie de afán fetichista, me gustaría poder tener entre mis manos algo así de íntimo: un papel que fue elegido especialmente por la persona y en el que reposó una mano mientras la otra iba creando los trazos de la escritura, deslizándose de vez en cuando sobre el papel, que recibió posiblemente su aliento cálido para secar la tinta, tal vez una gotita de sudor en verano, una lágrima en los momentos difíciles, que de esos hubo muchos; un papel que esas manos dobló con meticulosidad –a veces también con cariño, otras con enfado– e introdujo en un sombre cerrado con su saliva.
No me considero nostálgica, pero sí siento un escalofrío cuando me encuentro en un espacio cargado de historia –ya sean las ruinas de Pompeya o la judería de Toledo– o cuando contemplo objetos que pertenecieron a un personaje histórico que significa algo importante para mí. Por eso, cuando miro estas cartas en la pantalla, además de interpretar su letra, intento imaginar su olor, la textura del papel y, sobre todo, al cuerpo que, en ese momento del pasado que fecha la carta –29 de julio de 1929, 13 de noviembre de 1934–, estuvo unido, a través de la pluma, al papel que contemplo. Imaginar qué sentía cuando escribía esas líneas, si era sincera con su interlocutora, si lo que interpreto, también en los silencios y en lo que no se cuenta, será cercano a la verdad. Me gusta contemplar la letra, cómo cambia en el caso de una mujer que a veces escribe con calma, meticulosamente y da mil detalles, pero otras veces escribe con rabia y se le deforma la letra, que está tan desordenada como su pensamiento. Si esta mujer hubiera escrito a máquina, si hubiera sido una mujer del presente y hubiera escrito en el ordenador, con la posibilidad de parar, retroceder, borrar, repensar y repasar, reescribir, el resultado no hubiera sido el mismo. Obvio. ¿Se han parado a pensar qué sería o hubiera sido de algunas de sus relaciones si, en vez de por correos electrónicos o whatsapp, se comunicaran o hubieran comunicado con ellas por carta manuscrita? No se sabe si hubieran sido mejores o peores, pero seguro que sí diferentes.
Mientras escribo esto, recuerdo un paquetito de cartas que conservo de mis primeros años en Estados Unidos. Estoy hablando de historia antigua, cuando muy poca gente tenía correo electrónico, a finales de los 90 del siglo pasado. Entre esas cartas están las que me envió mi padre entonces y durante todo mi tiempo allí, hasta el 2015. Cada vez que recibía una de sus cartas me lo imaginaba en la mesa de su despacho, al final del día, pluma en mano, volcando en esas cartas un cariño y una sabiduría que le costaba comunicar en persona. Posiblemente, antes de enviarme la carta limpia y sin ninguna tachadura, había desechado un par de versiones. Eran cartas artesanales, meditadas, que llevaba tiempo escribir y también recibir. A veces le reprochaba que no hiciera como mi madre, que enseguida comenzó a escribirme por correo electrónico, pero todavía recuerdo la ilusión –sobre todo durante algunos momentos difíciles– de recibir en mi buzón el sobre abultado con gran cantidad de sellos y la bonita letra de mi padre. Ahora me alegra conservar ese hatillo de cartas, desdoblarlas de vez en cuando, sorprenderme ante esa vida que parece tan lejana y que, si la reconozco como propia, es por lo que veo de mí en lo que escribe mi padre.
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Perdón por esta digresión personal. Pensar en cartas manuscritas me pone un poco melancólica. Déjenme volver a las cartas del archivo de la Universidad de Harvard y su accesibilidad. Hay algo paradójico en todo esto: el sistema que me permite acceder a estas cartas de extremado valor histórico –es decir, su digitalización y la capacidad de subirlas a una nube donde las puedo consultar– es el mismo sistema que me ha privado –como al resto de la humanidad, salvo raras excepciones– de la posibilidad de seguir escribiendo cartas manuscritas. Es verdad que podría seguir haciéndolo, nada me lo impide: hay papel, pluma, sobres, sellos y servicio de correos. Pero resultaría anacrónico, una excentricidad, un gasto absurdo de tiempo y de materiales, de dinero. La reproducción mecánica de la correspondencia ha acabado con el placer de la carta manuscrita. ¿Es esto cierto? ¿A quién no le gusta recibir una carta manuscrita de un ser querido? Aita, seguro que me estás leyendo, así que aprovecho: ¿por qué no me envías una carta?
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