Hace pocos días leía que según Unicef se calcula que hay unos 17.000 niños y niñas que, a todos los efectos, se han quedado huérfanos desde que comenzó la brutal guerra de Israel contra los habitantes de la Franja de Gaza. Sus padres han ... desaparecido o muerto. En los hospitales gazatíes usan un acrónimo en inglés WCNSF -'Wounded Child, No Surviving Family' (niño herido, sin familia superviviente)- para designar a los que llegan para ser tratados, pero estos son solo parte de un número mayor de menores en total desamparo. Mientras escribo esto me acuerdo de una escena reciente de hospital: estoy en una sala de espera abarrotada para análisis clínicos. Me fijo en una familia joven con un niño de unos cinco años. El niño está tranquilito, jugando con el móvil de la madre. Después de un rato les llaman. El padre se lleva al niño de la mano. Va confiado. Pocos minutos después oímos la vocecita del niño gritando «ayuda, ayuda» y su llanto desesperado. Pasa un buen rato hasta que vuelve aparecer en brazos del padre. Su rostro cubierto de lágrimas es la imagen del desamparo. Le consuelan, le dicen que ya ha pasado todo, que no ha sido nada, él sigue llorando desconsolado y de vez en cuando dice bajito «ayuda, ayuda». Es fácil imaginar el miedo y la decepción del niño al constatar que su padre no le rescata de la enfermera que le ataca con esa aguja de dimensiones gigantescas, que no le defiende cuando le roban su sangre, al darse cuenta de que su madre no acude al llamado de socorro. Si esto puede pasar por la cabeza de un niño ante un simple análisis de sangre, ¿qué dimensiones alcanzaría su miedo, su dolor, su soledad en una situación de violencia salvaje como la que están viviendo en Gaza? Resulta imposible, desde esta vida cómoda y segura, desde el recuerdo de una infancia amparada, imaginar la vida de esos miles de niños y niñas.
Se dice, y no sin razón, que las mayores víctimas de las guerras son las mujeres y los niños: víctimas indefensas y desarmadas, sufren los ataques indiscriminados contra la población civil y sirven, en muchas ocasiones, para vengarse del enemigo y humillarlo. Si no las asesinan, el trauma de lo vivido las marca de por vida. Así lo explica y demuestra, con una cantidad apabullante de cifras, Keith Lowe en su magnífico ensayo 'Continente salvaje: Europa después de la Segunda Guerra Mundial' (Galaxia Gutenberg, 2015). Es la primera vez que me encuentro con los datos globales de orfandad que siguió a la guerra. Por ejemplo, en el verano de 1945, solo en Berlín había 53.000 niños perdidos; todavía en 1946 había 180.000 niños vagabundos viviendo en cuadrillas por las ciudades de Roma, Nápoles y Milán. En Polonia hubo más de un millón de huérfanos de guerra. En Alemania, dos millones. Según la Unesco, un tercio de los niños alemanes habían perdido a su padre. Los números son inasumibles, hablamos de un escenario de pesadilla.
La imaginación no da para estas cifras, no podemos llegar a entender qué significa tanta orfandad, pero igual de inasumible me resulta pensar en los 17.000 huérfanos y huérfanas de Gaza. Porque en cada uno de esos niños y niñas reside una tragedia. Son, además, menores que ya vienen de experiencias traumáticas, de vivir en campos de refugiados, desplazados, muchos de ellos con ausencias previas en sus familias, causadas por la violencia. Algunos de estos niños WCNSF son supervivientes de bombardeos, han sido rescatados de los escombros, han perdido una pierna, un brazo, han sufrido quemaduras graves.
Todos los estudios psicológicos sobre la orfandad apuntan a que los niños que pierden la protección de los adultos tienen mayor predisposición a desarrollar trastornos como depresión o ansiedad y conductas autodestructivas. A esta situación de inestabilidad hay que añadir la constante presencia de la violencia en sus vidas, los desarraigos constantes, el dolor que les rodea. Ningún niño puede salir indemne de un escenario así.
Decía que en cada uno de esos niños hay una tragedia, una historia singular de desamparo. En cada uno de ellos se concreta las grandes cifras. Para mí, es la única forma de imaginar una vida tan dañada. Por eso recuerdo testimonios de la Segunda Guerra Mundial fundamentales para entender la experiencia de las víctimas judías desde la perspectiva de una niña o una adolescente, como 'Clandestina' de Marie Jalowicz Simon (Periférica y Errata naturae, 2022) o 'Seguir viviendo' de Ruth Klüger (Contraseña, 2020) o de un niño que queda huérfano en Auschwitz como en 'La noche' de Elie Wiesel (El Aleph, 2008). En el contexto de ocupación y de guerra civil también tenemos la trilogía de la guerra, de Theodor Kallifatides, que publica a lo largo de esta primavera Galaxia Gutenberg. 'Campesinos y señores' es el primer libro de esta trilogía sobre la ocupación nazi de Grecia y la guerra civil que vino después.
Nacido en 1938, Kallifatides escribe, con las herramientas de la ficción, sus memorias de niño durante el largo periodo de violencia que asoló su Grecia natal. En la primera entrega presenta la transformación de una comunidad que tal vez no sea muy consciente de la magnitud de la amenaza de los ocupantes hasta que esta se concreta en una violencia brutal, específica, sobre los cuerpos de algunos vecinos. La novela está narrada con un tono inocente, una mirada limpia que descoloca y desarma, sobre todo cuando nos encontramos con esta afirmación: «Pero sobre todo quedaban muchos niños huérfanos. Niños que iban en rebaños y que tenían que arreglárselas por sí mismos demasiado pronto. Esos niños recibirían a los ingleses cuando la guerra hubiera terminado. Esos niños vivirían más tarde la guerra civil. Al final, esos niños abandonarían Yalós y Grecia en varias tandas para buscarse una nueva vida en algún lugar del mundo». Y unas líneas más abajo añade: «Yo soy uno de esos niños».
La vida de un solo niño, de una sola niña, puede acercarnos a aquello que las cifras presentan como inasumible. Es tan inasumible imaginar a 17.000 como a un millón de niños huérfanos, desplazados, traumatizados, enfermos física y psíquicamente. Los Wiesel, Klüger, Jalowicz o Kallifatides de hoy están vivos, todavía, en la Franja de Gaza. Sería una auténtica obscenidad esperar, simplemente, a que alguno de ellos sobreviva para, años después, dejar testimonio, contarlo. Y para que yo, en este cómodo sillón y a miles de kilómetros y muchos años de distancia, pueda conmoverme y decir todo lo que he aprendido sobre su sufrimiento. Sobre qué significa perderlo todo.
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