Hace unos días me preguntaron qué aborrecía más del trumpismo. Podría haber dicho que la misoginia, el racismo, la xenofobia o las mentiras que presenta como verdad. Si hubiera elegido un rasgo se hubieran quedado fuera muchos otros. Así que respondí que lo que más ... aborrecía del trumpismo era su lenguaje. Y es que el lenguaje lo engloba todo.
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Pare empezar, el lenguaje de Donald Trump es, en términos de comprensión y simplicidad, el de un niño. No lo digo yo, hay numerosos estudios lingüísticos que así lo prueban. Su vocabulario es básico y está plagado de insultos infantiles. Desde que entró en la esfera política como candidato a las elecciones de 2016 inauguró esa forma de descalificar a sus oponentes y desde entonces no ha parado. Desde «she is nasty» –es decir, «es asquerosa»– refiriéndose a Hilary Clinton a «dumb as a rock» –«tonta como una piedra»– para calificar a su contrincante actual, Kamala Harris. Además, sus discursos están construidos con frases cortas, cargados de coletillas y repeticiones, sin apenas oraciones subordinadas. No es que los otros candidatos y candidatos a la Casa Blanca hayan desplegado una retórica tan sofisticada –según estudios lingüísticos la media usa un lenguaje como para ser entendido por niños de trece o catorce años– pero el nivel retórico de Trump es el de uno de ocho o nueve. Este uso de lengua pueril –a lo que se añade un lenguaje corporal que varía entre el de un payaso haciendo muecas y el de un niño enfurruñado– no es solo, como frecuentemente se dice, una forma de atraer votantes de un nivel cultural y/o socioeconómico bajo, también es una forma «desacomplejada» de exhibir un antintelectualismo que le permite construir una visión e interpretación de la realidad simplista y maniquea.
El antintelectualismo no lo ha inventado Trump pero él le ha dado carta de ciudadanía. Una frase de Isaac Asimov, ya de 1980, resume esta corriente: «Mi ignorancia es tan buena como tu conocimiento». Trump –también sus fieles– presume de despreciar el conocimiento, la ciencia, la cultura y, por supuesto, a quienes lo generan. Las y los intelectuales son, como las y los periodistas, embaucadores que con su palabrería complicada quieren tapar la verdad, son «enemigos del pueblo». Así calificó Trump al colectivo periodista en 2017. Antintelectualismo y guerra contra los medios de comunicación van de la mano: todo lo que genere un mayor conocimiento y una visión crítica de la realidad se convierte, inmediatamente, en fuente de desprecio y odio.
El lenguaje del trumpismo simplifica y reduce el mundo a una perversa dicotomía: los buenos y los malos, conmigo o contra mí. Tampoco esto es nuevo, recordemos que George W. Bush nombró como 'Eje del Mal' –como si estuviéramos en una película de James Bond– a regímenes que supuestamente apoyaban el terrorismo, aunque no tuviera prueba de ello. Dividir el mundo así, sobre todo en momentos de crisis, ha probado ser un camino fácil y rápido al poder. Después de todos estos años de trumpismo es de sobra conocido quiénes son, según él los malos: nos podríamos quedar en la anécdota delirante, las acusaciones de Trump contra los inmigrantes que comen mascotas y roban gansos o contra las mujeres que cometen abortos después de dar a luz; pero su maniqueísmo va más allá del esperpento: intenta desmantelar los valores en los que se asienta la democracia estadounidense, al menos desde los cambios que se impusieron a raíz del movimiento por los derechos civiles contra la discriminación racial y de género.
El lenguaje de Donald Trump ha roto esos consensos y legitimado en la esfera pública el derrumbe de los avances que tanto costó conseguir. Ha repetido en numerosas ocasiones que los inmigrantes «contaminan la sangre» de los Estados Unidos –clara referencia al nazismo–; cuando se enfrenta con una oponente política, rara vez se refiere a ella por su nombre o su cargo, sino como «esa mujer», siempre completando el sustantivo con insultos denigrantes –nunca está de más recordar su famosa sentencia de que «a las mujeres hay que agarrarlas por el coño»–; sobre los afroamericanos ha llegado a decir que tiene más votantes entre ellos desde que es considerado un criminal.
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Y qué decir de sus mentiras. En un artículo de NPR, la cadena de radio pública estadounidense, se contabilizaban las mentiras de un discurso de Trump del pasado 8 de agosto: 162 mentiras en 64 minutos, es decir, más de dos mentiras por minuto. Trump por supuesto sabe que miente, sus votantes –o por lo menos parte de ellos– también lo saben, no digamos ya los medios de comunicación, algunos de los cuales tienen incluso especialistas designados para desmontar sus mentiras. Trump ha conseguido normalizar la mentira de tal manera en su discurso que ya forma parte intrínseca de él. Ha logrado que no importe si lo que dice es cierto o no: lo que importa es que sus palabras reiteran la visión del mundo en la que sus votantes necesitan creer. Es cuestión de fe ¿y qué es la fe sino creer lo increíble con tal de que nos tranquilice y no sacuda nuestras certezas?
La realidad que construye el trumpismo a través del lenguaje señala claramente a los culpables de todos los males, generando contra ellos un odio deshumanizador. El mundo que presenta es apocalíptico, cruel, en su vocabulario no hay lugar para la generosidad, la bondad, la solidaridad, la fraternidad. Y eso tiene consecuencias que van más allá de la retórica. En esta reflexión he hablado de lenguaje, siendo consciente de que tiene el poder de producir hechos. Un ejemplo: el lenguaje misógino de Trump se convirtió, durante su presidencia, en restricciones al derecho de interrupción del embarazo y de medidas anticonceptivas, a la revocación de medidas de protección contra el acoso y la violencia sexual. Otro ejemplo: sus discursos encendidos repitiendo que le habían robado las elecciones llevaron a sus fieles a asaltar al Capitolio en enero de 2021. Y es que la violencia verbal es el primer paso para la violencia física. En los últimos años se han dado numerosos casos de violencia «inspirados» por los discursos de Trump: acosos, palizas, amenazas que a veces se cumplen, a veces se interceptan, como las 15 bombas que envió un seguidor del entonces presidente a periodistas y críticos una vez que su líder declaró «enemigos del pueblo» a la prensa.
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Es terrible constatar que alguien que maneja el lenguaje como un niño de ocho años ha tenido y tiene semejante poder de convicción.
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