Bea Crespo

Que les den

El foco ·

Qué tentación tan grande esta de replegarse y vivir en el yo, olvidarse del nosotros, del nosotras. Buscar la felicidad en la realidad más cercana, en los seres queridos, en los pequeños placeres

Tengo por costumbre escribir este texto con bastante antelación para que Bea Crespo, la sagaz y talentosa ilustradora con la que comparto página, tenga tiempo para imaginar y diseñar la ilustración que dialoga cada domingo con mis palabras. Ya se habrá dado usted cuenta de ... la inteligencia con la que responde, a través del lenguaje visual, a lo que yo cuento aquí una vez al mes. El caso es que escribo estas palabras una semana antes de que usted me lea, durante el 23J, un día en el que acechan la zozobra y la inquietud. Ahora, mientras usted me lee, sabemos el resultado de las elecciones. Igual compartimos alegría y esperanza. Igual compartimos tristeza y decepción. Igual, cabe la posibilidad, mi estado de ánimo es totalmente contrario al suyo: mi alegría es su tristeza o mi decepción su esperanza. El caso es que, mientras escribo, no me aventuro a vaticinar qué habrá pasado para cuando coincidamos en el tiempo el próximo domingo. Si usted me lee de vez en cuando en este periódico ya se habrá dado cuenta de que pocas veces interpreto el futuro; en realidad, mi mirada del presente siempre tiene una aportación histórica. Pero hoy no quiero volver a establecer paralelismos con el pasado ni escribir sobre los peligros que nos acechan, a pesar de que, además de inquietud y zozobra, también siento cierto temor. Porque sí, me temo lo peor (por los derechos de las mujeres y de las minorías de este país, por las personas jubiladas que verán recortadas sus pensiones de nuevo, por tantas personas que confiaban en un salario mínimo y un contrato de trabajo digno para evitar seguir cayendo por el despeñadero de la desposesión... pero ¿qué estoy haciendo? Hoy no quería escribir de esas cosas. Salgo ipso facto de este paréntesis). Hoy, decía, a varias horas de saber qué futuro nos espera, me rindo a la tentación de hacer un ejercicio de escapismo. Me olvido del nosotros por un rato y me repliego en el yo. Me ensimismo.

Publicidad

Me acerco a un arbusto de lavanda que tengo en la parte trasera de casa, armada con unas tijeras de jardinería. En un año ha crecido una barbaridad y, desde hace más de un mes, está en flor. Hay varias abejas gorditas y peludas libando, también un abejorro de dimensiones considerables. El zumbido me eriza un poco la piel, pero no me retraigo. Hace no mucho tiempo me habría dado miedo acercarme, pero cada vez me gusta más sentir estos animalillos cerca, imaginar su suavidad al tacto, el disfrute que sienten (ya sé, estoy proyectando, posiblemente no sientan nada) al acercar sus patitas a la planta y succionar la flor para extraer su néctar. El olor de la lavanda me envuelve y no pienso mientras tac, tac, tac, corto tallos y voy haciendo pequeños ramos que luego colgaré boca abajo en la cocina para que se sequen. Así estarán unos días y, cada vez que entre la brisa por la puerta de la cocina, despertará su olor. Ese olor se mezclará con otros que ahora son frecuentes, como el del tomate hirviendo en su jugo, con un chorrito de aceite de oliva, o el de la rúcula recién cortada de la huerta. La huerta me regala momentos muy bellos, como a la mañana, cuando apenas ha salido el sol y comienzan a abrirse las flores de los calabacines y las calabazas y, otra vez las abejas gorditas y peludas, otra vez algún abejorro, incluso alguna avispilla, comienzan su danza de flor en flor y, con ese baile, polinizan nuestras plantas y favorecen la creación de frutos. Contemplo las pequeñas calabazas ya formándose y los calabacines que van creciendo, aunque alguno se pudre y no sé muy bien por qué, pero no me desanimo porque hace unos días cosechamos ya el primero y estaba delicioso. Y si por uno que comemos hay que desechar dos o tres, no pasa nada. Lo que no me preocupan son los tomates, que crecen fuertes y frondosos, tanto que los tengo que podar y me encanta el olor intenso que desprenden, la resina que deja en mis dedos y que tiñe todo de un amarillo fosforito casi verde. Me encanta porque ya anuncia lo sabroso que estará el fruto: corazón de buey. Un nombre precioso para este tipo de tomate que tiene forma de corazón, cierto, y que es tan denso que da la impresión de que estás partiendo carne, una carne jugosa y sin sufrimiento.

Qué fácil es diluirse en la paz de un huerto, en la belleza de sus frutos, en el placer que da recoger lo que se siembra. Acercarme a los perales y los manzanos, que este año están a rebosar, pensar en lo que va a disfrutar mi padre este otoño cuando le lleve bolsas repletas de peras y manzanas. Qué fácil, y qué placentero, hacer este tipo de vaticinio: contar los frutos cuando ya se han dado o cuando están ahí, al alcance de la mano. Es fácil también, y muy placentero, «contar las bendiciones», como dicen los anglosajones, hacer balance de las cosas bonitas y sencillas que puedo disfrutar con cotidianeidad: palabras de amor que, después de los años, todavía me sorprenden y me conmueven; la risa de mi madre; las manos de mi padre; un hermano montando en bicicleta con su perro; mi perro persiguiendo a un corzo botando como si fuera él mismo un corzo o una cabra montés; una receta de chipirones en su tinta que me sale bien; una película que me ha dejado triste pero me ha encantado ('Adiós, muchachos' de Louis Malle); un libro que me da muchas ideas ('Pasados singulares' de Enzo Traverso); otro que me conmueve y que me hace querer mucho a su autor ('Días simétricos' de Bob Pop). Son tantas y tantas las personas, las cosas, los acontecimientos que me hacen feliz y que me nutren, además de unos ingresos dignos, que podría vivir de espaldas al mundo. ¿Qué más me da a mí lo que pase hoy, 23J, si no necesito más que gente querida, un huerto, libros y películas para vivir?

Qué tentación tan grande esta de replegarse y vivir en el yo, olvidarse del nosotros, del nosotras. Buscar la felicidad en la realidad más cercana, en los seres queridos, en los pequeños placeres. Seguir escribiendo y tomando la palabra en público, sí, pero para hablar de cosas bonitas. No siempre de traumas, desgracias y violencias, miedos y ... ¿Y los demás? A los demás, que les den. ¿Qué me importa a mí el cambio climático si en mi huerta sigue habiendo abejas? ¿Qué la violencia de género si a mí nadie me violenta? ¿Qué el salario mínimo si yo tengo mis ingresos y mi casa? ¿Qué las siguientes generaciones si yo no tengo hijos? ¿La jubilación? Estaré preparada. ¿Sanidad pública? Me puedo pagar una privada. ¿Y los demás? ¿Me creerá si digo «que les den»? Espero que no.

Este contenido es exclusivo para suscriptores

¡Oferta 136 Aniversario!

Publicidad