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Permítanme que empiece mi crítica con estas palabras que exclama un fascinado príncipe Calaf ante la insultante belleza de la princesa Turandot, en la célebre ... ópera póstuma de Puccini, porque esa divina belleza, esa maravilla, las sentí yo al escuchar el deslumbrante sonido de uno de los más famosos instrumentos musicales jamás tocado en Logroño: el violonchelo Du Pré-Harrell Stradivarius, con sus 350 años de existencia (es el único cello construido por Antonio Stradivari en 1673), que fue propiedad de la mítica chelista británica Jacqueline Du Pré, fallecida prematuramente, y del norteamericano Lynn Harrell, que desde 2016 disfruta en préstamo de patrocinio el excelente violonchelista húngaro István Várdai. El opulento sonido de ese chelo, de una nobleza e intensidad increíble, que te acariciaba la piel envolviéndote, más la emoción de imaginar a la divina Du Pré tocando ahí en ese momento, supuso una experiencia casi religiosa, así que, para mí, el Stradivarius fue el indiscutible protagonista de la noche. He leído en una noticia desde la India, que su valor puede alcanzar ¡veinte millones de dólares ! y, aunque fuera la décima parte, también quitaría el hipo.
El joven maestro István Várday dejó pruebas evidentes de la fama que le precede, con un abordaje valiente y luminoso de los dos conciertos de Haydn, empezando por el segundo (en contra de lo indicado en el programa, sin que nadie lo indicara por megafonía), donde lució una asombrosa autoridad y una afinación perfecta, sus fraseos y articulaciones son de gran belleza y sus agudos cristalinos. En la primera cadenza, sus enormes manos volaban por las cuerdas en un despliegue técnico espectacular, con admirables dobles y triples cuerdas tocadas con una facilidad casi insultante. Várday ofreció una lectura fogosa y expansiva, más encaminada a la brillantez y a la expresividad, que al equilibrio y a la elegancia. El torbellino final del Allegro Molto con el que finalizó el concierto nº 1 fue de un vértigo digno de recordar. Y todavía tuvo arrestos para ofrecer de propina, ante las aclamaciones del público, el Capricho del chelista y compositor español Gaspar Cassadó.
A la Orquesta de Cámara Franz Liszt de Budapest, en su sesenta aniversario, la encontré muy compenetrada con su director en el acompañamiento de los conciertos, con una cuerda excelente, de técnica sobresaliente, aunque con un empaste algo mejorable. En la Sinfonía Italiana de Mendelssohn, ya con la plantilla de cuerda completa y con todas las maderas y metales más los timbales, el sonido se volvió excesivamente ruidoso, en parte por descuido del director, que no cuidó en ningún momento volúmenes, y seguramente también porque esa plantilla orquestal tan nutrida pedía una sala más grande que la Sala de Cámara de Riojafórum. La lectura de la Italiana fue disfrutona, electrizante en extremo, tremendamente expansiva, pero poco detallista. István Várdai no mostró la misma excelencia como director que como violonchelista y no moldeó sonidos, ni controló planos, ni desplegó matices. Los espléndidos músicos de esta orquesta lucieron su calidad individual, pero no mostraron su excelencia como grupo, aunque el concierto en su conjunto dejó un maravilloso sabor de boca.
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